Tradiciones
y Costumbres -
Criollos
En la evolución histórica de la estructura étnica de la
población venezolana, se designa generalmente como «criollo» al
hijo nacido en el país de padres oriundos de otras tierras. El
término, que según el Inca Garcilaso de la Vega «lo inventaron
los negros», aparece desde muy temprano en Venezuela, ligado
también a los esclavos africanos. Ya en el siglo XVI, los
esclavistas establecían claramente la diferencia entre negros
criollos y originarios del África. En protocolos de aquel siglo que
se hallan en el Registro Principal de Caracas, abundan los ejemplos
sobre tal distinción. Uno de éstos muestra que el 3 de junio de
1597, Diego Ponce de León vende en la ciudad de Caracas a Gonzalo
de Piña Ludueña, gobernador y capitán general, «...una negra
llamada Leonor, criolla de la ciudad de Coro de esta
gobernación...» Esta identificación se emplea todavía con cierta
frecuencia en el siglo XVII. En un padrón de negros de 1656 se
registra que en la estancia del capitán Luis Mariño de Lovera, en
jurisdicción de Mérida, «...hay cuatro negros: uno llamado
Domingo y otro Feliciano y otro Damián, hermanos y criollos todos
tres, y otro llamado Manuel Carabalí...» En esa centuria, sin
embargo, el término criollo comenzó a alejarse de los negros y a
referirse más a los blancos, sobre todo, a medida que avanzaba la
segunda mitad de la misma. En 1658, el gobernador de Venezuela Pedro
de Porres y Toledo expresaba que durante la peste que asoló a
Caracas en ese año, hubo más de 2.000 muertos, «...siendo todos
esclavos e indios de servicio, que españoles y criollos no han sido
más que veinte...» Se perfilaba ya aquí el criollo como el hijo
de españoles nacido en el territorio venezolano. Esa acepción fue
la que se impuso a dicho vocablo en el transcurso del siglo XVIII y
con ella se le ha seguido identificando. Los criollos formaron, por
consiguiente, en aquellos tiempos la población blanca descendiente
de europeos. En general, se consideraba a los «blancos criollos»
como un grupo diferente al de los «blancos españoles», por un
lado, y al de las personas de color, por otro. El proceso de
formación de la población criolla fue por su origen,
necesariamente lento, puesto que la incorporación de españoles a
la colonia venezolana tuvo siempre dimensiones muy modestas desde el
punto de vista cuantitativo. Esa lentitud estuvo también
determinada por algunos aspectos cualitativos de aquella
incorporación, como el predominio abierto del sexo masculino y la
abultada participación de militares y religiosos. En estas
circunstancias, al iniciarse el siglo XIX, los blancos criollos,
según estimaciones de Alejandro de Humboldt, sólo llegaban a
representar la cuarta parte de la población de la capitanía
general de Venezuela, como lo reflejan estas cifras:
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Blancos criollos 200.000 h
Blancos europeos 12.000 h
Grupos mixtos 406.000 h
Indios 120.000 h
Negros 62.000 h
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Esta clasificación no respondía, en realidad, a una distinción
étnica rigurosa, ya que el contacto que mantuvieron esos grupos
durante 3 siglos, en condiciones que constantemente incitaban a la
mezcla, hizo ilusoria cualquier pretensión de pureza.
Particularmente, los blancos criollos surgieron en muchos casos con
el aporte, legal o clandestino, de indígenas y africanos. La escasa
entrada de mujeres europeas obligó en todo tiempo al conquistador o
al colono español a requerir los favores de indias y negras. Por
ello, cuando ya finalizaba el período colonial no abundaban los
blancos venezolanos que pudiesen alegar una limpieza absoluta de
sangre. No muy seguros de ella, como apunta José Gil Fortoul, los
criollos de los siglos XVII y XVIII se preocupaban mucho por
probarla en largas y minuciosas informaciones. Lo cierto es que en
las postrimerías de la Colonia no resultaba fácil diferenciar
sólo por el color de la piel, a los blancos criollos de numerosos
«Mestizos» y «pardos». Contribuyeron a aumentar la imprecisión
étnica de los criollos algunas disposiciones reales que permitían
a los pardos comprar la categoría de blanco, como sucedió con la
real cédula de Gracias al Sacar que dictó Carlos IV el 10 de
febrero de 1795. Semejantes mandatos alejaron la calidad de blanco
criollo de una estrecha posición de casta y la aproximaron, por el
contrario, al marco más amplio de una clase social. Hay que
reconocer que el concepto mismo de blanco, como bien lo señala
Ángel Rosenblat, no implicó absoluta pureza de sangre en ningún
momento de la historia de América. Más válido es todavía este
aserto para Venezuela, donde los españoles se unieron a las
indígenas sin mayores recelos desde que despuntó el siglo XVI.
Blanco criollo no significaba, estrictamente, individuo sin mezcla.
En 1741 el padre José Gumilla ya reconocía que los «cuarterones»
(mezcla de europeo y mestiza) y «ochavones» (mezcla de europeo y
cuarterona) «...se reputan y se deben tener por blancos...» Esta
realidad étnica obliga a sostener, con la expresión de un
ensayista venezolano, que la población histórica de Venezuela
estuvo integrada de blancos criollos «...no tan blancos, de indios
no tan indios, de negros no tan negros...» Mayor que la pretendida
homogeneidad de color, fue la uniformidad económica y social de los
criollos, ya que éstos se inclinaron desde muy temprano a defender
como grupo intereses económicos y posiciones sociales y políticas
muy bien definidos. Viniéronles estos intereses y prerrogativas de
privilegios adquiridos por los conquistadores y pobladores hispanos.
En las ciudades de Coro, El Tocuyo, Barquisimeto, Valencia, Mérida,
Cumaná y Caracas, que figuran entre las primeras surgidas para
perdurar en el país, se fueron formando grupos de criollos muy
diligentes en hacer valer los privilegios que heredaron de sus
ascendientes y en adquirir otros nuevos. Amparados en la
Recopilación de Leyes de los Reinos de las Indias, reclamaban y
obtenían, además de rangos y títulos de nobleza, cargos y
extensas propiedades que constituyeron a la postre la base esencial
del poder económico y los prejuicios que exhibieron en el siglo
XVIII y en los inicios del XIX. Las enormes haciendas cacaoteras que
en ese lapso representaron la riqueza fundamental de muchos
criollos, sólo pudieron desarrollarse por disponer de aquellas
tierras y de ventajas para adquirir mano de obra esclava y
servidumbre indígena. El cacao permitió a un buen número de
blancos criollos estructurarse como sector económico preponderante
y por supuesto, ennoblecerse, pues con ese producto se pagaron casi
todos los títulos de nobleza que se conocen en la historia
venezolana, de donde procede la expresión de «gran cacao» que se
utilizaba para designar al criollo encumbrado y ostentoso. Con tal
poder, los criollos no hicieron sino extender su preeminencia
social, hasta el punto de llegar algunos de ellos a establecer la
distinción por la vestimenta con los grupos de color. Surgió de
allí el nombre de «mantuanos» que se daba en Caracas a los
criollos de los estratos superiores, ya que éstos ponían en
práctica en favor de sus mujeres una vieja disposición de Felipe
II, según la cual las negras y mulatas libres o esclavas «... no
pueden traer, ni traigan mantos de burato, ni de otra tela...» El
Cabildo de Caracas, que fue el centro de los blancos criollos más
activos de Venezuela, hizo siempre presión, sobre todo en el siglo
XVIII, por mantener y profundizar aquellas desigualdades. De su seno
salía una vigorosa oposición contra las aspiraciones de ascenso
social de los pardos, contra «...el empeño que se nota en ellos
por igualarse con los blancos...» Esta actitud nada igualitaria de
los criollos caraqueños adquiere su tono mayor ante la real cédula
de Gracias al Sacar que por unos cuantos centenares de reales de
vellón, otorgaba la dispensa de la calidad de pardo y de
«quinterón». Los blancos criollos del Cabildo de Caracas,
después de escamotear la consideración de dicha cédula durante
casi un año, acuerdan en la sesión extraordinaria del 14 de abril
de 1796, dar largas al asunto «...en virtud de la Ley que manda que
se obedezcan y no se cumplan aquellas disposiciones que amenacen
perjuicio en su ejecución...» La intolerancia social de los
criollos, sobre todo de los que se reclamaban de la nobleza, no
sólo afectaba a las personas de color, a quienes consideraban como
gente inferior, sino también a los blancos europeos y de las islas
Canarias. Las mejores pruebas de este comportamiento se hallan en
los «juicios de disenso», con los cuales los criollos influyentes
se oponían al matrimonio de las mujeres de su clase con blancos
españoles. Estos juicios, por lo demás, reflejaban la tendencia de
aquéllos a practicar la endogamia en la selección de los
cónyuges, lo que finalmente obstaculizó su propio desarrollo
demográfico. Las características económicas y sociales señaladas
han inclinado a diversos historiadores a considerar a los criollos
como una clase social homogénea y a identificarlos como un todo con
expresiones como las de «burguesía comercial y agraria»,
«nobleza territorial», etc. La unidad de este grupo en aquellos
aspectos no fue, en verdad, tan estricta, ya que no pocos blancos
criollos tenían orígenes muy humildes y jamás lograron superar su
procedencia. Constituyeron ellos, junto con algunos europeos sin
fortuna, los llamados «blancos de orilla», los cuales vivían con
frecuencia en las afueras de las ciudades, como se notaba en
Caracas. Esos criollos sin recursos, bastante alejados de los
mantuanos, fueron los que más contribuyeron al crecimiento de la
población de blancos, mestizos y pardos, debido a la orientación
igualitaria que les imponía su situación. El nombre de criollo, en
líneas generales, no implicó nunca, ni uniformidad étnica, ni
homogeneidad económico-social. Ni siquiera en el aspecto político,
el vocablo estuvo cargado de un mismo contenido, pues los criollos,
a pesar de que todos estaban excluidos de los altos cargos
militares, políticos y judiciales, no expresaron entusiasmos
iguales ante planteamientos que, como el de la «tiranía
doméstica» de Simón Bolívar, no tenían la misma trascendencia
para un mantuano que para un blanco de orilla. La uniformidad de los
criollos fue, no obstante, el estereotipo que más se difundió,
como se observa en las apreciaciones generales de los viajeros y
cronistas que llegaron a Venezuela a finales del siglo XVIII y
comienzos del XIX. Contribuyó a la divulgación de esa imagen, el
hecho cierto de que en ese período quienes ejercían las
influencias más significativas en la vida social venezolana eran,
indudablemente, los criollos de mayor rango y fortuna, los cuales
mostraban gran cohesión en diversos comportamientos y actitudes
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