Siglos
XVI-XVIII
Antes
de 1811, año en que se declaró la Independencia, Venezuela no
contaba, como México y Perú, con figuras destacadas en el
ejercicio de las letras. Nuestra literatura colonial resulta pobre.
Nuestros primeros escritores fueron los cronistas que se refirieron
a la provincia de Venezuela. Entre ellos Juan de Castellanos, fray
Pedro de Aguado y fray Pedro Simón. Isaac Pardo publicó un trabajo
exhaustivo sobre Juan de Castellanos, versificador de la conquista
que estuvo en Coro, Margarita y la costa de Paria. Los 150.000
versos de que consta la obra de Castellanos Elegías de varones
ilustres de Indias, pese a los hallazgos poéticos que pueden ser
entresacados de aquella relación, no bastan para considerar a su
autor como un gran poeta. La prosa de fray Pedro Simón supera a la
de fray Pedro de Aguado, pero sus Noticias historiales de la
conquista de Tierra Firme en las Indias Occidentales se limitan, en
lo que a investigación histórica se refiere, a glosar la Historia
del descubrimiento y fundación de la gobernación y provincia de
Venezuela (1581), del segundo nombrado. José de Oviedo y Baños,
quien residió en Caracas desde los 14 años, puede ser mencionado
como el primer escritor venezolano, no sólo por haber pasado la
mayor parte de su vida en nuestro territorio, sino por las galas de
su escritura, exenta de los excesos del barroco y del culteranismo,
tan en boga en su época, sin despojarse por eso de elegancia y
riqueza. Con estilo clásico y realista, cuenta la conquista y
población de la provincia de Venezuela y un aire de canción de
gesta, de poema heroico, envuelve las acciones evocadas. Acaso
semejante característica se deba a que Oviedo y Baños tuvo ante
sus ojos el poema épico que, según se supone, compuso para el
Cabildo de Caracas un soldado de fortuna llamado Fernán Ulloa, a
quien en 1593 le fue contratada esa producción. Ese poema, de haber
sido escrito, se perdió y correspondería a Oviedo y Baños haberlo
vertido a su excelente prosa. La obra de Oviedo y Baños fue impresa
en Madrid en 1723. Aunque se tengan numerosas referencias sobre la
actividad teatral durante la Colonia, ningún autor dejó el
recuerdo de su nombre, así como ningún poeta ilustre agitó con
sus composiciones el ambiente sosegado de aquella existencia
patriarcal y ceremoniosa. Desde el siglo XVI se representaban autos,
comedias y loas con músicas y bailes, en ocasiones solemnes o
durante festividades religiosas como el Corpus. Hacia 1766, en
Caracas, el Auto a Nuestra Señora del Rosario, escrito por un
natural de esa ciudad, mereció el interés del público capitalino.
Aparecían en escena divinidades mitológicas y santos católicos,
además de la Culpa, Caracas, la Justicia, la Música y hasta un
personaje popular llamado «el loco ropasanta». En vísperas de la
Independencia, hacia 1804, Andrés Bello, quien contaba 23 años,
compuso una pieza dramática de circunstancia para celebrar la
introducción de la vacuna en Venezuela. La obra se titulaba
Venezuela consolada. En 1808, las primeras derrotas infligidas a los
ejércitos napoleónicos invasores de España, dieron lugar a la
representación de España restaurada, también obra teatral de
Bello. Con motivo de la victoria de Bailén, el propio Bello compuso
su celebrado soneto: «Rompe el león soberbio la cadena/ con que
atarle pensó la felonía...» La acaudalada familia de los Ustáriz
mantenía sus salones abiertos a la tertulia de la inteligencia
venezolana de aquel entonces. Quizás entre lecturas y discusiones,
se solían representar piezas escogidas. Quizás el poeta Vicente
Salias, o Andrés Bello o Domingo Navas Spínola, ferviente amigo
del arte teatral como lo demostraron sus traducciones de la Ifigenia
en Aulide de Jean Racine y su tragedia de 5 actos Virginia
(estrenada mucho después, en 1824), compusieron algunos juguetes
escénicos para esas reuniones de esparcimiento elevado que
revelaban la ilustración de la aristocracia intelectual caraqueña
y un estilo de vida feudal y patriarcal, a punto de desaparecer, que
en esos deleites del espíritu daba sus mejores frutos.
Siglos
XIX-XX
De
1810 a 1830: La narración de las guerras de independencia
constituirá el tema fundamental de la naciente historia patria.
Desde ese centro de conciencia histórica y política se desprenderán,
en exploraciones cada vez más extendidas, el estudio del pasado
precolombino, del presente bullicioso y de los procesos sociales,
jurídicos y económicos. Durante la revolución de la
Independencia, se destaca como escritor Simón Bolívar, quien
emplea su pluma para defender y divulgar los principios
republicanos, pero también para expresar sus emociones y vivencias
personales, dando siempre a sus escritos el molde lingüístico más
acorde a los objetivos perseguidos. Como militar supo arengar enérgicamente
a sus tropas, infundiendo a sus palabras en sus partes de guerra y
sus proclamas un tono de heroísmo; como político se esforzó en
atraer a su causa a ciudadanos indecisos o ajenos a ella,
recurriendo a la argumentación y a la persuasión, como, por
ejemplo en el Manifiesto de Cartagena (1812). El tono y el estilo se
endurecen en documentos como el Decreto de Guerra a Muerte (1813).
Acudió a la epístola pública o privada en varias ocasiones en las
que se revela sagaz y realista crítico, fuese la materia de índole
político-social como la Carta de Jamaica (1815), fuese, desde la
cumbre de su gloria, el examen riguroso de un texto literario
escrito en su honor (cartas a José Joaquín de Olmedo sobre su «Canto
a Junín», junio y julio 1825). El género epistolar lo usó también
Bolívar para verter sus sentimientos más íntimos, tanto a los
familiares y amigos (cartas a Simón Rodríguez, a su tío Esteban
Palacios, a Antonio José de Sucre) como los propios de la pasión
amorosa (cartas a Manuela Sáenz). Escribió también con diversos
seudónimos numerosos artículos periodísticos, en defensa de la
causa independentista, algunos de ellos tan polémicos como la Carta
a El Filo-Díaz (1820). Como estadista y parlamentario dejó dos
proyectos de Constitución en los cuales queda resumido su ideal político
en dos momentos cumbres de su vida (Discurso al Congreso de
Angostura, 1819; Mensaje al Congreso Constituyente de Bolivia,
1826). Redactó también, en 1825, una síntesis biográfica del
general Antonio José de Sucre, vencedor en Ayacucho. En los
diversos géneros de prosa en los cuales Bolívar se manifiesta como
escritor (ensayo, biografía, epístola, discurso, arenga, proclama,
crítica literaria y socio-política), se destacan su dominio del
lenguaje y la fuerza y concisión de su estilo. Es característica
la recurrencia de la máxima y el aforismo originales a través de
los cuales pareciera remachar la esencia de su pensamiento. En una
sola ocasión, hasta donde se sabe, Bolívar fue tentado por la
prosa literaria, de valor en sí misma, de fines exclusivamente
expresivos, de canto a la naturaleza americana (Mi delirio sobre el
Chimborazo, 1822); de resto, es su condición de escritor y pensador
político y social la que se impone en sus textos.
Los
primeros escritores republicanos fueron tratadistas, jurisconsultos,
compiladores, historiadores. Tres tipos de obras se distinguen en
ese campo: las compilaciones, las narraciones y los tratados
adoctrinadores o interpretativos. Mencionaremos las recopilaciones
fundamentales: las colecciones de documentos para la vida pública
de Bolívar reunidas respectivamente por Francisco Javier Yanes y
Cristóbal Mendoza (22 volúmenes) y por José Félix Blanco y Ramón
Azpurúa (14 volúmenes), así como las Memorias del general Daniel
Florencio O'Leary, edecán del Libertador. La primera recopilación
fue publicada entre 1826 y 1833, la segunda entre 1875 y 1877, y las
Memorias entre 1879 y 1888. En relación con las narraciones
sobresale la conocida Autobiografía escrita por José Antonio Páez
hacia el final de su vida, para corregir la imagen de su gloria empañada
por los ataques de sus adversarios políticos. También el Bosquejo
histórico de José de Austria, actor en muchas campañas militares.
Entre los tratados más importantes está El triunfo de la libertad
sobre el despotismo (Filadelfia, 1817) por Juan Germán Roscio, en
el cual el autor revisa las Sagradas Escrituras para demostrar que
en ninguna parte de ellas se sustenta la doctrina del derecho divino
de la monarquía. La obra de Roscio, cuya característica singular
es el hecho de haber sido escrita por un católico convencido y a la
vez republicano decidido, tuvo varias ediciones y gran repercusión.
Francisco Javier Yanes dejó varias obras que le acreditan como una
de las inteligencias más equilibradas de su época: Compendio de
historia de Venezuela (1840), Historia de Margarita e Historia de la
provincia de Cumaná. Pedro Grases descubrió que las Epístolas
catilinarias (1835), atribuidas a Juan Vicente González, son de
Francisco Javier Yanes, hijo. Pero la personalidad más original de
ese período es, sin lugar a dudas, Simón Rodríguez, cuyo estilo y
cuyo pensamiento rompen todos los moldes tradicionales. En 1791,
cuando apenas había cumplido los 22 años, el Cabildo de Caracas,
su ciudad natal, le nombró maestro e inspector de la escuela de
primeras letras. Así se inició una vocación de pedagogo harto
turbulenta. En 1794 presentó un informe bastante revolucionario
proponiendo reformas en la rama de la enseñanza a su cuidado.
Formuló desde entonces algunos de sus postulados: la conveniencia
de la enseñanza artesanal y popular y la aspiración a la igualdad
en el campo de la instrucción. Aproximadamente en esa época le fue
confiada la instrucción del joven Simón Bolívar. El preceptor
reformista y rousseauniano influyó sobre la sensibilidad del joven
criollo, aunque esa gestión educativa fuera muy corta. Más tarde
Bolívar lo reconocerá. En 1797, Simón Rodríguez salió de
Venezuela clandestinamente, pues estuvo mezclado en la conspiración
de Manuel Gual y José María España. Adoptó el nombre de Samuel
Robinson. Se inició entonces una vida errante. Viajó a Jamaica,
Estados Unidos, Inglaterra, Francia e Italia. En 1804-1805 vuelve a
ver a Bolívar en París y juntos recorren parte de Francia e
Italia. En 1823, Simón Rodríguez regresó a América movido por el
interés intelectual de encontrar un medio propicio para la aplicación
de sus ideas pedagógicas y sociales. Bolívar lo recibió cariñosamente
en Lima en 1825 y le brindó la posibilidad de experimentar sus
casas-escuelas-talleres, en Bolivia, pero la naturaleza de Simón
Rodríguez no se pudo adaptar a las regulaciones y morosidades
administrativas. Fracasó en su tentativa y acentuó su movilidad.
Recorrió la costa del Pacífico, ejerció los más diversos
oficios, se confundió con la masa popular y mestiza, y se perdió
su huella, hasta que en 1854 se recibió la noticia de su muerte,
acaecida en el pueblo de San Nicolás de Amotape (Perú). Arturo
Uslar Pietri noveló en su libro La isla de Robinson la biografía
apasionante de Simón Rodríguez. Éste nunca llegó a escribir la
obra Sociedades americanas que tenía en proyecto. Publicó
fragmentos de ella modificados en sucesivas ediciones, bajo los títulos
de Sociedades americanas y Luces y virtudes sociales. También una
Defensa de Bolívar y textos relativos a la enseñanza, como
Extractos de la educación republicana y Consejos de amigo dados al
Colegio de Latacunga. Enjuició la gestión administrativa en Crítica
de las providencias del gobierno y determinó la naturaleza geológica
de ciertos suelos en diversos estudios. Partiendo de anotaciones de
índole reformista, en el campo de la escuela primaria, concluyó
propugnando una radical reforma educativa y, finalmente, la
transformación de la sociedad misma, mediante la educación
republicana, o sea la educación estatal. Se pronunció en sus
escritos contra la clase de los privilegiados y contra la libre
empresa, en favor de la reforma agraria y de la división de la
producción, la cual, en su opinión, debería ser regulada. Concedió
a la Causa Social importancia determinante y aconsejó un gobierno
enérgico que desempeñase las veces de educador. Sus reformas, en más
de un aspecto, coinciden con el socialismo utópico, y cabe suponer,
aunque en ninguna de sus obras se le nombra, que recibió influencia
de Saint-Simon. Simón Rodríguez no se limitó a formular un
pensamiento reformista. Quiso hacerlo mediante una escritura, un
discurso, renovadores desde el punto de vista del estilo y de la
tipografía. Para eso inventó una sintaxis, una puntuación, una
tipografía originales. Su escritura, la distribución de las
frases, los períodos, el modo de componer, de asociar y relacionar
las ideas, estas mismas, los vuelos ortológicos y lingüísticos,
las definiciones fulgurantes, los juicios lapidarios, los trozos en
que imita la jerga popular, precursores del costumbrismo, el
discurso en primera persona o formulado como desde el interior del
lector, crean de manera irrefutable un lenguaje personal, propio,
intransferible. Estamos, pues, ante un creador americano de poderosa
inspiración original, de profunda vocación revolucionaria y de
esclarecido pensamiento utópico.
Sin
embargo, la creación literaria que marcará pautas no será la
escritura genial de ruptura y parodia de Simón Rodríguez, sino la
poesía de sabor neoclásico de Andrés Bello. Fundiendo la
influencia de poetas latinos con la casticidad estilística, y un
sentimiento de la naturaleza y del paisaje tan virgiliano como
pudiera ser romántico, Bello compuso sus silvas, en Londres, entre
las que se destaca la que dedica A la Agricultura de la Zona Tórrida
(1826). Este poema de compostura edificante exalta la naturaleza
tropical, evoca la fecundidad de la tierra y las tibiezas del clima,
invita a los venezolanos y americanos a repudiar las luchas civiles,
la ciudad dispendiosa y bulliciosa, y a buscar la libertad en el
campo y en las labores agrarias. Poesía de inspiración fisiocrática
y moral. El carácter ponderado de Bello estaba en oposición con la
naturaleza rebelde de Simón Rodríguez. Estos dos hombres
significan las vías de una incipiente americanidad. Mientras Bello
aspira a rescatar el pasado, la heredad cultural española y latina,
y defender el lenguaje de las jergas mulatas y mestizas, Rodríguez
afirma abruptamente que más vale, para la creación de las nuevas
sociedades, conocer las lenguas indígenas que la lectura de Ovidio.
La obra de Bello, ramificada en las más diversas formas de
pensamiento escrito, tuvo para las élites venezolanas y americanas,
un valor de fundación, de afirmación americana erudita y también
moral, cuando escribía versos como éstos: «... cerrad, cerrad las
hondas/ heridas de la guerra ...»; «Honrad al campo, honrad la
simple vida/ del labrador y su frugal llaneza/. Así tendrán en vos
perpetuamente/ la libertad morada, / y freno la ambición, y la ley
templo». La resonancia de la Silva llena el ámbito de la cultura
venezolana. El movimiento nativista puede apreciarse como una
respuesta a ese poema y a la invitación formulada en él de cantar
la geografía, la fauna y la flora del Nuevo Mundo. El tema del
regreso al campo y del repudio a la guerra y a la ciudad disociadora
inspirará poemas posteriores, como la Silva criolla de Francisco
Lazo Martí y novelas como Peonía de Manuel Vicente Romero García,
Reinaldo Solar y Doña Bárbara de Rómulo Gallegos, la Casa de los
Ábila de José Rafael Pocaterra. Inclusive en instancias poéticas
y literarias más recientes, el telurismo nostalgioso de Bello tiene
vigencia.
Neoclasicismo
y romanticismo: Entre 1860 y 1866 mueren 4 grandes figuras de las
letras venezolanas: Andrés Bello, el clásico, el humanista que
presagia el romanticismo; Fermín Toro, el hombre público que se
acerca a las letras sin buen éxito, aunque haya sido el primero en
cultivar en Venezuela la novela (Los mártires, La viuda de Corinto,
La sibila de los Andes), postizas narraciones que mezclan, sin
verdadera inspiración, el folletín con la ficción romántica;
pero en otras áreas su pensamiento rector alienta en discursos,
ensayos, artículos y epistolarios ratificando su actuación
ejemplar y la honestidad de sus procederes republicanos; Rafael María
Baralt, el estilista, el literato que desechando las efusiones del
Romanticismo busca la tierra firme de una escritura tan castiza como
antiespañol pudo ser su juicio histórico; Juan Vicente González,
el apasionado, el romántico, inteligencia impetuosa, pero
contradictoria, acabada expresión anímica de la violencia y de la
improvisación tropicales, del autodidacta, de la política
entendida como un fanatismo religioso, del sueño de grandeza nunca
cumplido y de la generosidad siempre corta.
La
obra de Andrés Bello, como es sabido, resulta fundamental en los orígenes
de las repúblicas americanas. Jurista, filósofo, gramático,
fundador de los estudios universitarios en Chile, poeta a sus horas,
crítico esclarecido, su pensamiento ordenador y analítico
constituye una de las vigas maestras de la vida intelectual
republicana. Baralt escribió poemas perfectos desde un punto de
vista preceptivo, pero carentes de autenticidad lírica. Su Resumen
de la historia de Venezuela mereció elogios hasta que la reacción
positivista, hacia finales del siglo XIX, la enjuició severamente.
La crítica venezolana ha sido siempre favorable a Juan Vicente González,
acaso porque sus defectos y sus características responden a la
naturaleza profunda del criollo. Hoy se sabe que su Manual de
historia universal parafrasea a Michelet, cuando no lo copia; que no
son suyas las Catilinarias de 1835 (aunque él no pretendió nunca
que lo eran), que su Historia del Poder Civil deja mucho que desear,
que la Revista Literaria publicada en 1865, poco antes de morir, está
fuera de las corrientes de su época y de espaldas a los jóvenes
autores venezolanos. Sin embargo, su Biografía de José Félix
Ribas, además de inaugurar el género de historia novelada y enfática,
intuye en lo venezolano ingente y formula apreciaciones sociológicas
y políticas certeras. Trazó con inspiración de pintura heroica,
el retrato de Boves y de sus llaneros. Volcó sus sentimientos elegíacos,
sus nostalgias por los amigos fallecidos, sus angustias por la
patria desangrada, en las Mesenianas, a las cuales no se les puede
negar ni sinceridad ni vigor en el estilo.
El
romanticismo español e hispanoamericano, a pesar de Bécquer y
Larra, constituyó casi siempre una forma de elocuencia o de
grandielocuencia que nada común tuvo con la angustia metafísica y
existencial del romanticismo germano y anglosajón, o con la rebelión
del yo y la voluntad de exaltar la pasión como acto supremo
creador, propios del que se expandió por Francia. Simulación de
sentimientos verdaderos, exaltación declamatoria, exotismo
superficial, retórica, énfasis, constituyen los rasgos principales
del romanticismo practicado por los escritores de lengua española.
El único poeta de autenticidad romántica producido por Venezuela
se llama Juan Antonio Pérez Bonalde, aunque bien pudiera
denominarse «el desterrado», pues casi toda su existencia
transcurrió en el exilio político. Sus regresos contados a su país
fueron para llorar sobre la tumba de su madre la pena sin consuelo,
la soledad, o para morir, con la salud definitivamente perdida.
Apenas cumplidos 2 años de su último regreso, Pérez Bonalde
falleció minado por las drogas con las que quiso mitigar sus duelos
íntimos. Contaba 46 años. Su obra poética corre por 2 vertientes,
la de su creación propia y la de las traducciones. En ambos
aspectos sobresale la calidad de su escritura. Vuelta a la Patria y
Poema al Niágara, intimista aquél, arrebatador como un himno, el
otro, constituyen después de las Silvas de Bello, los poemas más
importantes de nuestra literatura fundadora. Su música patética y
elevada acalla inexorablemente los cantos gemebundos y nocturnales
de José Antonio Maitín y de Abigaíl Lozano; las versificaciones
de Antonio Ros de Olano, nacido en Venezuela pero formado y activo
en España, y de José Heriberto García de Quevedo, este último
copioso autor de folletines, con larga residencia en Europa también;
la poesía honorable de José Antonio Calcaño, de José Ramón
Yepes y de Jacinto Gutiérrez Coll; los vítores y las palmas que
acogieron las producciones de Heraclio Martín de la Guardia (también
longevo autor de teatro que cultivó tanto el drama de capa y espada
como la llamada «comedia moderna») y de Francisco Guaicaipuro
Pardo, y en general, las imitaciones más o menos felices que
diversos autores hicieron de Espronceda, Núñez de Arce, José María
de Heredia, Zorrilla, Bécquer y Víctor Hugo. Pérez Bonalde residió
en Estados Unidos y viajó por Europa, Asia y África. Hablaba
varias lenguas vivas. Adquirió ilustración y sensibilidad
cosmopolita, sin olvidar por eso a su tierra. Leyó a los románticos
ingleses y alemanes en la lengua original y tradujo magistralmente a
Heinrich Heine y a Edgar Allan Poe. Nacido el mismo año que Lautréamont,
murió un año antes que Rimbaud, pero su acción poética fue
renovadora tan sólo en función venezolana. Con sus traducciones y
sus versos reveló valores emocionales más auténticos que los del
seudo romanticismo declamatorio. Clásico por la forma, fue romántico
por la inspiración. Su búsqueda no era estilística, sino ontológica.
Con él nace y se extingue el verdadero romanticismo en nuestra poesía.
Eduardo Blanco escribió con Venezuela heroica el Evangelio de esa
historia entendida y sentida como «segunda religión» (según la
calificara cáusticamente el historiador contemporáneo Germán
Carrera Damas); allí las acciones de la guerra de independencia se
transfiguran en epopeyas inagotables. Además, es autor de un drama
de capa y espada y de relatos un tanto folletinescos y truculentos
como Una noche en Ferrara. Pese a su grandielocuencia, Blanco se
muestra poseedor de un estilo vigoroso, rico en colores y ritmos.
Algunos críticos creen que su novela Santos Zárate (1882),
inspirada en la guerra de emancipación y en la vida social
venezolana, inaugura la narrativa nacional, ya que los llamados
costumbristas se limitaban al apunte y al boceto literarios. Entre
los costumbristas venezolanos destacamos a Daniel Mendoza, a
Francisco de Sales Pérez, a Nicanor Bolet Peraza, a Francisco Tosta
García, a Rafael Bolívar Álvarez, a Rafael Bolívar Coronado,
autor de El llanero y a Miguel Mármol.
Dos
escritores de carácter más bien didáctico y científico señalan
la transición hacia nuevas posiciones intelectuales y creadoras,
nacidas del naturalismo, del positivismo y del evolucionismo:
Cecilio Acosta y Arístides Rojas. Acosta dispersó su lucidez crítica
y sus conocimientos en textos sueltos, epistolarios reales o
imaginarios, poemas, discursos y ensayos. Sus comentarios, tan
enjundiosos como serenos, se refieren a jurisprudencia, política,
filosofía, educación y bellas letras. Condenó las formas de la
violencia social, el regusto por las revueltas armadas y exaltó el
orden nacido del derecho y del respeto por las instituciones
representativas. Arístides Rojas fue un apasionado recopilador de
tradiciones y un cultivador de las ciencias objetivas. Enrique
Bernardo Núñez le calificó de «Anticuario del Nuevo Mundo».
Reacio a intervenir en las disputas políticas de su país, tan
vehementes y destructoras como inútiles, Rojas se dedicó a
interpretarlo y a conocerlo en la realidad multiforme de sus
tradiciones, de sus orígenes históricos, de su fauna y de su
flora, de sus fenómenos naturales, de su geografía y astronomía,
de su cultura popular. «Pionero» de los estudios naturalistas,
Rojas augura la renovación en los métodos de investigación que
pronto se impondrán en su patria.
Positivismo,
modernismo y literatura contemporánea: Una vez que la Revolución
de Abril (1870) llevó al poder a Antonio Guzmán Blanco, éste
inició importantes reformas educativas inspiradas en la instrucción
laica, gratuita y obligatoria a cargo del Estado, y en las
corrientes librepensadoras. La Universidad Central, hasta entonces
conservadora y católica, abrió sus puertas a catedráticos
partidarios del positivismo y del evolucionismo biológico. Rafael
Villavicencio divulgó las doctrinas de Augusto Comte, y el sabio
alemán Adolfo Ernst, con residencia en Venezuela desde 1861, propagó
el pensamiento de la evolución biológica, en su cátedra de
ciencias naturales y desde agrupaciones científicas que dirigió,
así como mediante una bibliografía que se cuenta entre las más
vastas y variadas: meteorología, botánica, zoología, lingüística,
folklore, geología, etc. Una generación se impregnó de esas
doctrinas renovadoras, las cuales, en el campo de las bellas letras,
se confundieron con el naturalismo y con el modernismo. José Gil
Fortoul, una de las inteligencias más armoniosas y cultivadas con
la que pueden honrarse las letras venezolanas, tras de escribir
algunas novelas naturalistas, y ensayos de tinte modernista, se dio
a la tarea de fundar la ciencia histórica moderna del país,
mediante la revisión y crítica de la historiografía romántica,
siempre superficial y parcializada, y la elaboración de una obra
guiada por la observación de los hechos y la comparación objetiva.
Gil Fortoul logró su propósito. El estudio científico de la
historia nace con sus libros, entre los cuales cabe destacar El
hombre y la historia (1896) e Historia constitucional de Venezuela
(1909). Su compañero de generación Lisandro Alvarado, renovó el
concepto de la investigación lexicográfica, publicó glosarios de
voces indígenas o populares de singulares merecimientos, abrió
sendas para las indagaciones etnográficas, antropológicas, geográficas
e históricas.
Fue
tan sólo después de 1880 cuando se perfiló en Venezuela un
movimiento literario de inspiración nacional, con propósito específico
de crear formas e ideas estéticas, con voluntad de indagar la vida,
el complejo social, los rasgos psicológicos propios, no en las
leyes, sino en los hechos del acontecer vital.
La
narrativa: El descubrimiento del naturalismo inspiró a Tomás
Michelena una novela mediocre, pero llena de ambiciones renovadoras:
Débora (1884). La conjunción del naturalismo, del costumbrismo, de
la sátira política y del nativismo produjo Peonía (1890) de
Manuel Vicente Romerogarcía, primera tentativa de novela criolla
integral. Gonzalo Picón Febres, escritor caudaloso y crítico, tuvo
un acierto narrativo, El sargento Felipe (1899), estampa de las
crueldades de las guerras civiles. Miguel Eduardo Pardo escribió
una sátira feroz contra la sociedad y las costumbres caraqueñas:
Todo un pueblo. Manuel Díaz Rodríguez, prosista y narrador de
refinado lenguaje, se destaca como la figura más importante que el
modernismo produjo en Venezuela. En sus cuentos como en sus 3
novelas, Ídolos rotos (1901), Sangre patricia (1902), Peregrina o
el pozo encantado (1922), se rebela contra la mediocridad
utilitarista de la vida venezolana y describe la decadencia de vástagos
de la aristocracia colonial y las costumbres bárbaras del agro.
Luis Manuel Urbaneja Achelpohl pregona el nativismo como camino de
superación literaria, se muestra modernista en sus descripciones de
paisajes y naturalista, mordaz, satírico, en la crítica de la
gente frívola, urbana y rapaz. Sus obras más importantes son En
este país (1910) y El tuerto Miguel (1927). Rufino Blanco Fombona,
el más conocido de los nombrados hasta ahora en razón de su gestión
como director de editorial y polemista político, usó la novela
como arma de combate, alterando así sus fines propios y sus medios
intrínsecos.
Con
José Rafael Pocaterra, Teresa de la Parra y Rómulo Gallegos, la
narrativa venezolana alcanza su mayoría de edad. Pocaterra pintó
vidas humildes de la provincia y vicios de la alta sociedad, en
cuentos, novelas y novelines escritos con estilo vigoroso, punzante,
mordaz, a veces exageradamente sarcástico, otras tembloroso de
solidaridad humana. Arrastrado por las luchas políticas vernáculas,
padeció por ello el presidio. Una vez libertado, se dedicó a
combatir la dictadura de Juan Vicente Gómez y a escribir un
escalofriante documento, requisitoria contra el régimen y
testimonio de la crueldad de las cárceles: Memorias de un
venezolano de la decadencia (1936). Teresa de la Parra descubrió en
sus 2 novelas, Ifigenia (1924) y Memorias de Mamá Blanca (1927), la
intimidad de una «señorita bien», de esa «flor del barroco»,
como la calificara Uslar Pietri. Ifigenia es la niña de sociedad
sacrificada en el altar de las convenciones y conveniencias
familiares. Con Rómulo Gallegos culmina toda una etapa de nuestra
narrativa, aquella sometida a las influencias del nativismo, del
costumbrismo, del realismo, del lirismo descriptivo que alcanza
tonos épicos cuando contempla las luchas del hombre con la
naturaleza. Doña Bárbara (1929) aventó la fama de su nombre por
el mundo. La obra de Rómulo Gallegos se presenta como un ciclo, es
decir, como un conjunto de escritos comunicantes entre sí y
centrados en torno a una misma problemática, y no como una sucesión
de libros independientes unos de otros y signados por una búsqueda
formal y estructural. Por otra parte, ese ciclo se expande en función
de cierto número de constantes, es decir, de temas que conservan un
valor fijo en el desarrollo de la creación literaria, aunque
presenten distintas facetas. Se descubre que los personajes pasan
con otros nombres de un libro a otro. Tienen los mismos rasgos y
presentan las mismas cualidades o vicios. Así se forma una
humanidad galleguiana de peones leales, de mujeres que apaciguan los
ímpetus rapaces del hombre de presa, que curan los sentimientos de
los mulatos o mestizos, de malvados, de jefes civiles pícaros, de
pequeños seres timoratos, de aventureros y de jóvenes
desorientados. Doña Bárbara es la única mujer perversa de su
obra, en la que, en cambio, abundan las hembras con rasgos y
comportamientos viriloides. Las constantes de su obra son: el
planteamiento repetido de la fuerza desorientada con su secuela del
fracaso y del pecado contra el ideal, frutos amargos de la
impaciencia y de la improvisación sin constancia; la idea del alma
dormida con su corolario de la función redentora de despertarla
(puede ser al alma del pueblo, como en Cantaclaro o alma individual,
como en Pobre negro); la lucha entre la voluntad civilizadora y la
resistencia regresiva, proyectada sobre campos individuales o
colectivos; los conflictos provocados por los mestizajes, la
descendencia ilegítima y los casamientos entre personas
pertenecientes a grupos sociales diferentes o contrapuestos. Los 5
temas mencionados se entrelazan desde los inicios mismos de su
creación literaria, como los gajos de la trepadora simbólica que
cobijó los encuentros entre los aristócratas del Casal y los
plebeyos Guanipa. El lenguaje de Gallegos, vacilante al principio,
con resabios posrománticos o naturalistas, un poco más firme pero
aún constreñido en La Trepadora (1925), se suelta y se llena de sí
mismo en Doña Bárbara. El párrafo se torna más largo como
corresponde a un propósito descriptivo y discursivo. Se agilizan
las metáforas, aportes discretos de la vanguardia, se profundizan
los modismos populares, se concilian los modos de expresión de las
hablas culta y popular y, finalmente, se manifiesta el soplo lírico,
el arrebato poético, digámoslo de una vez: el canto. Sin embargo,
Gallegos nunca fue propicio a los juegos formales, a los artificios
y tecniquerías. Escribió dentro de una concepción lineal que
concedía valor básico estructural al personaje, a la trama y al
ambiente. Uslar Pietri apuntó una vez: «No hay novelista grande
menos renovador y audaz en lo formal y técnico». Su estilo, con
ser parco, no desecha ciertos recargos adjetivales derivados del
modernismo, y en sus descripciones suele usar la enumeración como
recurso corriente. Con los años, y en sus libros posteriores a
Pobre negro (1936), redujo a pinceladas, a acuarelas, las
descripciones geográficas mientras concedía puesto predominante al
diálogo con lo cual sus novelas se desecaron, perdieron esa virtud
del canto propio de Doña Bárbara, Cantaclaro (1934) y Canaima
(1935). El prestigio y la fama logrados por Gallegos constituyeron o
bien una influencia de la que era difícil librarse, o un rechazo
que no podía pasar sino inadvertido. En ese período que media
entre el triunfo de Doña Bárbara y la definida reacción contra el
modelo narrativo del autor de Canaima, se publican, sin embargo,
libros importantes.
Con
Las lanzas coloradas (1931), Arturo Uslar Pietri se afirmó como la
mayor promesa narrativa novelesca. Uslar derivó después hacia magníficas
biografías y crónicas noveladas, tales El camino de El Dorado
(1947) y La Isla de Robinson (1981), donde cobran realidad de ficción
y de historia respectivamente Lope de Aguirre y Simón Rodríguez.
Otras novelas no alcanzan la plenitud de estos libros. Uslar Pietri,
ensayista, economista, hombre público, figura que encarna la
cultura en el medio televisivo, gracias a sus exposiciones
constantes sobre letras, hombres y valores del espíritu y de la
historia, puede ser calificado de creador del cuento moderno
venezolano. En este género que cultivó con maestría en más de 5
libros, desde Barrabás y otros relatos (1928) hasta Los ganadores
(1980), Uslar no sólo experimentó diversas posibilidades estilísticas,
desde el barroco de Red (1936), hasta la eficacia despojada de sus
últimos libros, sino demostró que el relato breve era, en verdad,
la estructura narrativa en que se movía con más facilidad y que
con ella podía abordar todos los temas posibles. Enrique Bernardo Núñez
redujo su gran don narrativo a 2 novelas cortas, La galera de
Tiberio (1929), que destruyó una vez publicada, y Cubagua (1931), y
a unos relatos, Don Pablos en América (1932), para dedicarse
finalmente a la historia y al periodismo de altura. No obstante
Cubagua señala un hito en la evolución de la narrativa venezolana
pues supera el modelo realista, lineal, para desarrollar la acción
en tiempos históricos diversos, en un constante pasar del presente
al pasado y regresar luego, anticipando así procedimientos que
Alejo Carpentier llevará a expresiones notables. Julio Garmendia,
un solitario en nuestras letras hasta que la generación de 1960 lo
rescató del olvido y de la modestia de una vida apartada y secreta,
se limitó a escribir unos 30 cuentos de diversa tónica pero
fundamentados en un sentido de la literatura más estético que
historicista, despreocupado de mensajes y propósitos edificantes.
La ironía, la fantasía, la ilusión, privan en esos cuentos tan
breves como límpidos. Antonio Arráiz, empezó escribiendo poesía
pero después cultivó la novela. Lo mejor de Arráiz es Puros
hombres, (1938), terrible testimonio sobre la cárcel política en
la época de Gómez, formulado en diálogos escuetos, sin descripción
del ambiente ni efusión imprecativa. En 1940, Arráiz publicó Tío
Tigre y Tío Conejo, un conjunto de cuentos que, por medio de
figuraciones folklóricas, describen tipologías y comportamientos
venezolanos, con un mensaje de paz al final. Otro narrador
importante es Ramón Díaz Sánchez, autor de una obra que penetra
en los términos contradictorios de nuestra realidad social, política
e histórica, por la vía de la biografía y el ensayo, o de la
novela y los cuentos. Guzmán, elipse de una ambición de poder
(1950) y Bolívar, el caraqueño, dan muestra de su poder de unir lo
documental y la cuidadosa investigación histórica con la virtud de
contar. La biografía de los Guzmán puede ser definida como un
inmenso cuadro novelesco de una época, la que va de la desmembración
de la Gran Colombia al triunfo de los liberales amarillos y a la
dictadura de Guzmán Blanco. Sus novelas ahondan en realidades de
mestizajes y cruces, la descripción del medio petrolero, de
penetración de la psiquis nacional; se destacan entre éstas:
Cumboto (1950) y Casandra (1957). Miguel Otero Silva, tras de
escribir poemas de corte social, político, revolucionario, desembocó
en la novela Fiebre (1939). Esa obra coincidía con su etapa de
poeta marxista. Luego escribió 3 otras novelas de forma tradicional
y siempre inspirada en una temática social cuando no política.
Entre éstas Oficina núm.1 aborda la descripción del mundo del
petróleo. Otero Silva se detuvo en esta elaboración novelesca en
1963, con La muerte de Honorio. Había escrito entre tanto poesía y
siguió haciéndolo hasta que en 1970 sorprendió con una novela
radicalmente diferente en materia de estructura y escritura, aunque
siempre se apoyaba en un problema social, esta vez la vida
entrecruzada de 3 jóvenes de muy distintas extracciones sociales, a
quienes unió un destino común de muerte, la violencia. Cuando
quiero llorar no lloro resultó un best-seller. Su ulterior biografía
de Lope de Aguirre confirmó su notable capacidad de renovación
literaria. Antes de morir en 1985, dio a conocer su interpretación
de la vida de Jesús, con La piedra que era Cristo.
Esa
renovación literaria novelesca estaba planteada desde 1940, con
Primavera nocturna del malogrado Julián Padrón, antes fiel al tema
agrarista; con las finas creaciones psicológicas y estéticas de
José Fabbiani Ruiz, quien mezclaba hechos de ficción subjetiva e
intimista con problemas sociales y descripciones nativistas; y sobre
todo, con Guillermo Meneses, mejor cuentista que novelista, salvo en
El falso cuaderno de Narciso Espejo (1952), una narración de diseño
complejo y firme en que en sucesivas confrontaciones ficticias,
Meneses se encara consigo mismo, hurga en su identidad y proyecta
esa introspección a un plano narrativo universal. Los narradores de
las promociones ulteriores, en búsqueda de nuevos modos de contar y
de nuevas formas literarias, reconocieron en Meneses a un precursor.
La obra de Meneses se puede dividir en 2 etapas. Se inicia bajo el
signo de un criollismo urbano que describe la condición proletaria,
la marginalidad, los bajos fondos, luego se bifurca con la misma temática
y el añadido del mestizaje hacia un preciosismo verbal recargado
del cual dan fe libros como El mestizo José Vargas (1946) y los
cuentos de La mujer, el as de oro y la luna (1948). De pronto se
produce un corte en esa escritura un tanto valleinclanesca y con el
celebrado cuento La mano junto al muro (1951), de composición
circular, la acción se interioriza y el estilo se libera del oropel
adjetival. Desde ese momento su cuentística se torna introspectiva,
despojada, no lineal, envolvente, en cierta forma intemporal,
desligada del medio regional, de la estampa, del criollismo. Con la
novela El falso cuaderno de Narciso Espejo (1952), suerte de
autobiografía en tono de ficción, alcanza la culminación creadora
y ofrece una estructura narrativa más compleja y rica. Lo más
significativo del aporte de Meneses a nuestra literatura es su
ruptura con el tema rural tradicional, y su amoralismo. Esta vez
quedó descartado el propósito edificante tan evidente en Gallegos
y Pocaterra. Meneses se complace más bien en bucear en la
sexualidad, en las perversiones, en los comportamientos de las
prostitutas y los proxenetas, en la desintegración psicológica de
los fracasados, de los pequeños seres alienados por el trabajo y la
rutina, en la ciudad. De allí arrancará, años más tarde,
Salvador Garmendia para desarrollar esa temática hasta
consecuencias de hiper-realismo anonadante: Los habitantes (1961) y
La mala vida (1968), dan muestra de una búsqueda de la realidad
humana mediocre, en la urbe alienante. Pero un escritor de la talla
de Garmendia no podía limitarse a esa temática y su obra, entre
las más válidas de nuestras letras, aborda otros espacios, entre
ellos el fantástico.
Después
de Meneses la narrativa se abrió a las más diversas modalidades y
experiencias, a menudo opuestas entre sí. Del grupo «Contrapunto»,
cuya acción más intensa se sitúa entre 1946 y 1949, salen
narradores destacados, dueños de una información literaria más
actual que los anteriores, y cuyas creaciones pretenden liberar la
narrativa de los resabios del costumbrismo, del criollismo, de la
temática rural, del mensaje edificante, del modo de contar lineal.
A los escritores de ese grupo se sumarán los de promociones
ulteriores. En el vasto fluir de nuestra narrativa, desde La
balandra Isabel llegó esta tarde (1934), de Meneses hasta la
narrativa paródica y genial de Luis Britto García, pasando por la
importante obra de José Balza, un experimentador incansable, por la
de Oswaldo Trejo, atrevidamente textual, fundamentada en el puro
valor semántico, en el signo, en la palabra, descartados el
argumento, la historia, la anécdota; se impone citar a Humberto
Rivas Mijares y a Gustavo Díaz Solís, a Pedro Berroeta, a Oscar
Guaramato, a Antonio Márquez Salas, inexplicablemente apartado de
las letras después de ser un triunfador y un renovador del cuento;
a Alfredo Armas Alfonzo, a Antonio Stempel París, autor de una
novela excelente, Los habituados (1961), injustamente olvidada, en
la que cuenta la historia de un hombre que sin saberlo, crea su
propia destrucción durante el gobierno de Marcos Pérez Jiménez; a
Andrés Mariño Palacio, truncada vida de adolescente iluminado por
la locura de crear, a Ramón González Paredes, a Héctor Mujica, a
Manuel Trujillo, a Rafael Zárraga, a Orlando Araujo, a Adriano González
León, la gran promesa del grupo Sardio y de la generación de 1960,
anclado desgraciadamente en unos pocos libros de cuentos y en una
novela, País portátil, que obtuvo el premio «Biblioteca Breve»
de Seix Barral, en 1968; a Renato Rodríguez, a Ramón Bravo, a
Argenis Rodríguez, a José Vicente Abreu, a Carlos Noguera, a
Francisco Massiani, a Laura Antillano, a Ednodio Quintero, a Alberto
Jiménez Ure, a Gabriel Jiménez Emán, a Armando José Sequera. No
sería posible en una reseña como ésta mencionar a todos los
narradores venezolanos ni detenerse en la obra de los mismos. Sin
embargo, se impone añadir un nombre: el de Antonia Palacios, autora
de la más importante obra narrativa escrita por mujer. Su primer
libro es ya un clásico, Ana Isabel, una niña decente (1944),
memorioso relato de la infancia en la Caracas de principios de
siglo. Después de esta novela, próxima a Memorias de Mamá Blanca
de Teresa de la Parra, Antonia Palacios se lanzó a experimentar en
una narrativa no tradicional, fundada en rupturas, introspecciones
vertiginosas, surrealidades, buceos existenciales, rechazos
argumentales y anecdóticos. El vigor de su escritura dramática y lírica
a la vez, la sitúa en la primera línea de los escritores
venezolanos. Lo más notable en la narrativa más reciente, fruto en
parte de talleres literarios, es la tendencia al mini-cuento, la
aceptación del juego puramente imaginativo, de lo fantástico e
irreverente; la despreocupación por la eficacia y el realismo en el
contar, en aras de lo textual.
La
poesía: Después de Bello y Pérez Bonalde, y pese a que la opinión
peninsular y la continental también concediese prioridad a Rufino
Blanco Fombona, el poeta más auténtico que tuvo Venezuela fue
Francisco Lazo Martí, autor de la Silva criolla (1901) y de
Crepusculares. La Silva está obviamente emparentada con la de
Bello, pero en Martí el paisaje, esta vez el del llano, se
interioriza, adquiere virtud simbólica por momentos y se confunde
con la experiencia vital y espiritual del poeta. Bello, en sus
poemas, excluye el intimismo, el cual predomina en Lazo Martí. Un
poeta que debe ser leído y valorado como el único gran poeta
modernista que tuvo Venezuela, es Alfredo Arvelo Larriva, virtuoso
de la rima y del soneto. Arvelo Larriva era modernista no sólo por
su habilidad en la versificación, sino también por la actitud y
por los temas. Era un adorador de la mujer y de allí el intenso
erotismo de su poesía. Además gustaba de jugar a cierto diabolismo
mezclado con un cristianismo sui géneris. Otros poetas dignos de
ser recordados son Andrés Mata, Sergio Medina, e Ismael Urdaneta.
La transición entre el modernismo, que en Venezuela se mezclaba con
el neoclasicismo o con el romanticismo diluido, y las tendencias de
vanguardia tuvo en Andrés Eloy Blanco y en Luis Enrique Mármol sus
poetas más calificados. Andrés Eloy Blanco es el poeta más
popular en Venezuela, pero esta aseveración sería insuficiente si
no se completara con el reconocimiento de su extraordinario don de
versificación en los más diversos temples, el popular como el épico,
el coloquial como el teatral. Andrés Eloy Blanco, situado entre lo
tradicional y la vanguardia, no fue muy feliz en sus incursiones por
esta última modalidad, pese a poemas conceptualmente válidos.
La
poesía venezolana tardó mucho en lograr la modernidad, en
liberarse de los modelos hispánicos de la decadencia lírica, en
superar el parroquialismo y el academicismo acartonado. Los poetas
llamados de 1918 fueron los primeros en reaccionar contra la retórica
en sus diversos aspectos posrománticos y modernistas. Esa fecha fue
escogida porque en ese año se iniciaron recitales en público, los
cuales gozaron de gran acogida. Por otra parte apareció el primer
libro del grupo, a saber: Primeros poemas de Enrique Planchart. Sin
atender a juicios de valores ni a la importancia de las obras
realizadas, mencionaré como poetas de 1918 a Andrés Eloy Blanco, a
Fernando Paz Castillo, el más profundo y logrado de ellos, también
el más longevo; a Luis Barrios Cruz, a Jacinto Fombona Pachano, a
Rodolfo Moleiro, a Enrique Planchart, a Luisa del Valle Silva, a
Enriqueta Arvelo Larriva, a Héctor Cuenca, a Julio Morales Lara, a
Luis Enrique Mármol, ya nombrado; y al que la generación de 1960,
con intenciones polémicas de enjuiciamiento literario, rescató y
exaltó como al fundador de la modernidad en Venezuela, José
Antonio Ramos Sucre, maestro del poema en prosa, erudito, simbólico
y misterioso. Los rasgos principales de estos poetas, además de la
decisión de buscar una expresión diferente de la posromántica y
modernista, fue la influencia del impresionismo, el idealismo, el
sentimiento amoroso de la naturaleza, la intención de ponerse en
sintonía con los movimientos coetáneos de la posguerra, el propósito
coloquial y la vinculación con la generación de 1898 española.
Algunos de estos poetas figurarán, una década después, en los
movimientos de la vanguardia tardía venezolana, como Paz Castillo
con su admirable libro La voz de los cuatro vientos (1931), como
Morales Lara volcado hacia una poesía criollista fundada en la
imagen, como Barrios Cruz en Respuesta a las piedras (1931), cercano
al creacionismo, a la idea de concreción de la imagen.
Sin
vincularse a grupo alguno, pero animado por la voluntad de renovar
el lenguaje poético, la concepción de la poesía y de la vida
misma, Antonio Arráiz, asombró al medio literario con Áspero
(1924). En unos 40 poemas ofrendados «a los grandes muertos, al
linaje glorioso»: «Sitting Bull, águila; Moctezuma, príncipe;
Nezahualcoyot, poeta; Cuahtemoctzin, tigre», etc., Arráiz hacía
profesión de fe americanista. A través de una ficción de
indigenismo un tanto decorativa, vapuleaba la moral tradicional
puritana, y exaltaba la sensualidad libre, la vida salvaje, el
hechizo femenino, el vigor físico, hasta la guerra, el rapto y la
sangre. Esta rebelión existencial, formulada en un lenguaje sin
ornamentos ni recargo de adjetivos, deliberadamente parco,
constituye el valor mayor de Áspero. Sus libros ulteriores de poesía,
nunca perderán ese aliento de vitalidad generosa y de erotismo
creativo, cuya culminación alcanzará en Sinfonía inconclusa,
vasto poema de amor orquestado en 5 movimientos musicales. Los
poetas de 1918 y Arráiz, cada quien por su lado, dieron al traste
con las formas y el lenguaje poético atardados en las lecciones de
versificación y rimado. En 1928, agrupada en una revista de número
único, Válvula, insurgía la vanguardia inspirada confusamente en
las estéticas de la posguerra, pero con retardo pues descubrían el
ultraísmo y el cubismo cuando el surrealismo imperaba en Occidente.
Nuestra vanguardia pasaba por España.
Desde
el punto de vista de la poesía, la vanguardia produce sólo 2
poetas específicamente ganados a esa estética de constante
metaforización, contrastes buscados entre términos abstractos y
concretos, exaltación de la velocidad, el maquinismo y la
actividad: Pablo Rojas Guardia y Luis Castro. Los libros más
imbuidos de ese lenguaje y técnicas son Poemas sonámbulos (1931)
del primero y Garúa del segundo. Rojas Guardia evolucionó luego
hacia una poesía liberada de la retórica vanguardista y
profundamente existencial y sensorial. Castro murió prematuramente.
A cierta distancia de estos poetas, despuntó en el momento
vanguardista, Carlos Augusto León, quien se inició con poemas
intimistas, idealizantes y tensos. La trayectoria poética de León
puede ser ya valorada. De esa posición evangélica inicial, derivó
hacia la acción política marxista y su poesía se fue
empobreciendo con ello, hasta convertirse en un ejercicio cerebral y
dialéctico. Sin embargo algunos poemas y libros suyos empeñados en
conciliar la ideología con la emoción lírica, merecen un estudio
más sereno y cuidadoso que los realizados hasta ahora. La política
acabó también con la vanguardia. La insurgencia literaria derivó
hacia la insurgencia política, separando a las personas y
produciendo la consiguiente represión de la dictadura. Fue un relámpago
en la noche del gomecismo. En 1935, al finalizar el año, Juan
Vicente Gómez fallecía después de 27 años de mando directo o por
mampuesto. Como era de esperarse, se abrieron las compuertas de la
vida política y cultural, en torrencial alud. Aparecieron poetas
que luego se sumergieron y desaparecieron en las aguas desbordadas.
Fue el caso del poeta de los estudiantes, Héctor Guillermo
Villalobos. La guerra civil de España apasionó los ánimos. Se
pusieron de moda los poetas de la República. La muerte de Federico
García Lorca enardeció el lirismo romancero y elegíaco. Y de
pronto se descubrió que había 2 bandos netamente definidos en el
campo de la poesía: los españolizantes y americanizantes, con sus
derivaciones ideológicas y de compromiso, y un grupo de poetas de
distintas edades que se reunía los viernes de cada semana para
hablar exclusivamente de poesía y de literatura, generalmente
anglosajona, filosófica y hasta mística. Este grupo publicó una
revista llamada Viernes y con ese nombre empezó a afirmar su
producción y su punto de vista lírico, bastante diferente del otro
bando. Hubo amagos polémicos y mucha burla. Pero Viernes se impuso
entre 1938 y 1941. Lo cual no implica que los poetas españolizantes
y americanizantes no produjeran también notables creadores.
Finalmente estas oposiciones fueron desgastándose hasta el punto
que «viernistas» escribieron libros admirables de gran inspiración
telúrica y americanista, y a la inversa, los «españolistas» y
por un momento comprometidos, desembocaron en la abstracción
esencialista.
De
esa etapa quedan obras, nombres y descubrimientos importantes. Los
«viernistas» introdujeron a la lectura de William Blake, de Lautréamont,
Rainer María Rilke sobre todo, los lakistas ingleses, los románticos
alemanes, los surrealistas. Los «españolistas» redescubrieron a
los clásicos, a Walt Whitman, a los poetas españoles del exilio.
Lo cierto es que la actividad poética quedó dignificada y se
superaron los intereses parroquiales y regionales. No se pudo, después
de Viernes, volver a los lugares comunes del madrigal, del canto epónimo
y de los juegos florales. El grupo Viernes estuvo compuesto por los
siguientes poetas: Rafael Olivares Figueroa, Ángel Miguel Queremel,
José Ramón Heredia, Luis Fernando Álvarez, Pablo Rojas Guardia,
Pascual Venegas Filardo, Oscar Rojas Jiménez, Otto De Sola, Vicente
Gerbasi, aceptado hoy día como una de las voces líricas más
intensas de Venezuela y de América, cuyo libro, Mi padre, el
inmigrante (1945) constituye un inmenso fresco de paisaje tropical y
ahondamiento existencial, mediante la identificación del hijo con
el padre. Lo tradicional era el canto fúnebre a la madre, a la
esposa o a la hija. Con Gerbasi se iniciará la evocación
estremecida del padre. El telurismo, la descripción paisajística
idealizada mediante un lenguaje casi sacerdotal, evocativo e
invocativo. Entre los poetas que no siguieron las pautas viernistas
ni formaron en ese grupo, se destaca Juan Beroes, la figura que aupó
el grupo «Suma», quien atrevidamente regresó a las formas poéticas
clásicas y renacentistas, escribiendo los mejores sonetos y
cancioncillas de nuestras letras. Pero Beroes tenía otra vertiente
que esa radicalmente castiza, era la del desgarramiento existencial,
de la agonía unamuniana, del mal de amor. Sus libros expresan esa
alternabilidad, con evidente maestría de lenguaje. La poesía
popular tradicional, con su versificación y formas, encontró en
Alberto Arvelo Torrealba, un cultor de alto vuelo. Su poesía recreó
en cantos, glosas y corridos la mitología del llano, el lenguaje de
los llaneros, la hermosura dilatada de los paisajes, sin conceder
nada a la facilidad y al parroquialismo. Glosa al cancionero (1950)
constituye un modelo de poesía con raíz popular.
Dentro
del contexto «españolista» y con las variaciones tan importantes
de la sensibilidad propia habría que situar la obra de Ida Gramcko,
de profunda expresión ontológica, cuya evolución puede ser
definida como un tránsito de lo erótico hacia la abstracción
esencial, pasando por la transmutación de la realidad múltiple en
visión de unidad. Ida Gramcko no se limitó al verso, sino abordó
el teatro, el ensayo, la crítica, con la misma orientación
creadora y unificadora. Con Ana Enriqueta Terán, cuya obra se
reduce a unos 4 libros de extremado rigor formal, fundados los 3
primeros en tercetos y sonetos principalmente, y el último, Libro
de los oficios (1975), liberado de esa versificación tradicional y
volcado al contenido descriptivo, en una prosa ritmada admirable;
Jean Aristiguieta quien ha pecado por exceso, obligando a rescatar
lo salvable de una bibliografía poética abundantísima, y Luz
Machado, dueña de La casa por dentro (1961), un poemario admirable
que sobresale en una obra desigual pero rica en hallazgos constantes
de belleza; estas mujeres poetas ocupan un sitio de privilegio en
las décadas de 1940 y 1950. No han sido superadas poéticamente, y
se necesita llegar a la actualidad más inmediata para que despunte
en la poesía muy personal de Yolanda Pantin, de Márgara Russoto,
quizás de Edda Armas, Cecilia Ortiz o Lourdes Sifontes una nueva
posibilidad de poesía intensa escrita por mujeres.
José
Ramón Medina afirma ser, con su extensa obra, uno de los valores poéticos
más firmes de lo que podríamos llamar el posviernismo y el posespañolismo.
Su poesía inicialmente lírica, idealista hasta borrar los
contornos de cualquier concreción material, liviana y transparente,
se oscureció con los años de gravitación de la experiencia
interior de vivir y sufrir. En cambio, su compañero Luis Pastori, o
Aquiles Nazoa, no cambiaron los rasgos iniciales de su escritura
neoclásica o neomodernista. Poetas ulteriores, Dionisio Aymará,
Carlos Gottberg, entre otros, aceptaron la lección del realismo
discursivo parco, para adentrarse en la condición del hombre
desvencijado y cotidiano. Esta poesía descarnada coincidió con la
década de oscurantismo de la dictadura militar (1948-1958).
La
tentativa de ruptura más radical con el pasado sufrida por la poesía
venezolana y en general, por su literatura, fue la que propusieron
los escritores y poetas que irrumpieron en la vida literaria, después
del derrocamiento de Pérez Jiménez, en 1958. Se les llamó la «Generación
del Sesenta». En el orden poético, y sin tomar en cuenta los
esquemas ideológicos revolucionarios o esteticistas, cuando no lo
uno y lo otro, ni el compromiso anecdótico, esa insurgencia produjo
poetas excepcionales en la historia de nuestras letras como Rafael
Cadenas, Francisco Pérez Perdomo, Juan Calzadilla, Arnaldo Acosta
Bello, Ramón Palomares, Caupolicán Ovalles, Hesnor Rivera. Entre
esta floración de poetas y el pasado hay que situar a Juan Sánchez
Peláez, cuya obra reducida pero de intensa virtud visionaria y
metafórica, de desgarrones existenciales y lirismo atormentado,
reconoce como fuente la «Generación del Sesenta», y la breve
experiencia de la revista Cantaclaro (1950) truncada por la
dictadura. Cantaclaro reveló fundamentalmente a 3 poetas: Rafael
José Muñoz, Jesús Sanoja Hernández y Miguel García Mackle. El
primero dejó una obra sorprendente, de originalidad avasallante,
experiencia límite de desarticulación y recreación del lenguaje
(El círculo de los tres soles, 1969). Sanoja fue concediendo más
importancia al periodismo que a la poesía y García Mackle, a la
carrera política. Alfredo Silva Estrada, aunque de la generación
del sesenta, no participó en las derivaciones políticas y
revolucionarias de la mayoría de aquellos poetas. Se concretó a
crear una obra que se cuenta entre las más coherentes de la poética
venezolana. Silva Estrada es un constructor de lenguaje y con maestría
puede reorganizar o destruir la realidad en función de la
escritura. Nombro a otros poetas de este período: Luis García
Morales de obra escasa; Guillermo Sucre, reflexivo y exigente;
Gustavo Pereira, textual; Víctor Salazar, malogrado prematuramente
por su voluntad de autodestrucción; Ludovico Silva, Ramón
Querales, Luis Camilo Guevara, Elí Galindo, Eleazar León, Julio
Miranda. Los juicios de valores y las modalidades de la generación
de los sesenta influyeron de manera determinante en las promociones
ulteriores. Por eso resulta excepcional la experiencia de los poetas
de Valencia, Eugenio Montejo, Alejandro Oliveros, Teófilo
Tortolero, Reynaldo Pérez Só, cuando en la revista Poesía de la
Universidad de Carabobo, descartan las actitudes polémicas, ignoran
los «ukases» estéticos y crean un espacio propio. La entonación
de estos poetas es, además, muy personal aunque diferente entre sí.
La poesía de Montejo tiende a «humanar» cosas y situaciones, a no
añadir nada al «misterio natural»; Oliveros evoca y describe
desde un lenguaje coloquial y directo; Tortolero es el más
literario; Pérez Só, en poemas brevísimos, persigue relámpagos
de intuición trascendente, a la manera oriental.
El
poema breve, pero vinculado a una vivencia telúrica, encuentra en
Luis Alberto Crespo, a un cultivador original. Crespo con tenacidad
perfeccionó una poesía de cristalizaciones. La coherencia, la
unidad tonal y temática que logra lo sitúa entre los poetas
mejores del país. Su obra está centrada en la vivencia del terruño
natal caroreño, tierra de sequía, pero a través de esta relación
geográfica, alcanza a penetrar profundamente en sí mismo y en la
humana condición. Costumbre de sequía (1977) y Resolana (1980)
contienen su obra hasta hoy. Después de la expansión poética de
los años sesenta y de la tentativa de insurgencia total, vino la
derrota en lo político, en la lucha armada guerrillera, y en lo íntimo.
Las promociones más jóvenes se replegaron y a través de revistas
y talleres, persiguiendo en el poema breve lo esencial, una estética
del silencio, síntesis inefables, intimismos trascendentes, la
palabra exacta y depurada. Vino la reacción entre ellos mismos, y
afloraron nuevas (antiguas, en verdad) tendencias hacia el prosaísmo,
el exteriorismo. Sin discriminar entre interioristas y
exterioristas, entre cultores de una estética del silencio y
oficiantes de una incipiente antipoesía discursiva, cerramos este
capítulo consignando los nombres de: Enrique Mujica, Miguel y Vasco
Szinetar, William Osuna, Armando Rojas Guardia, Igor Barreto, Ramón
Ordaz, Rafael Arráiz Lucca, Salvador Tenreiro, Alberto y Miguel Márquez,
Alejandro Salas, Luis Pérez Oramas, Nelson Rivera, Armando Coll
Martínez. Más allá de grupos, proposiciones teóricas, esquemas y
normas, se impondrá en definitiva el poder de escritura y creación
del poeta como individuo.
De
la prosa y sus aplicaciones: Es preciso distinguir entre el ensayo y
el trabajo erudito de investigación, como también entre éstos y
la función crítica; esta última bastante deteriorada en nuestro
tiempo debido a la gran industria editorial que impone a escritores
de tal manera que no es la crítica la que determina el valor del
escritor, sino el éxito comercial o de prestigio de éste, el que
doblega a los críticos. Estos quieren crecer a la sombra del
vencedor. La disfunción de la crítica, en esta época, resulta
evidente, sobre todo en el campo internacional, entre los «scholars»
universitarios.
Las
amenazas contra el ensayo, las precisó muy bien María Fernanda
Palacios así: la presión científica y el peso de las metodologías,
las técnicas de análisis, las ideologías y el periodismo, cuyo
principal interés parece ser el sensacionalismo y el tremendismo,
además del actualismo. Estas apreciaciones sitúan el ensayo, en
una dimensión no concluyente, de aproximación a un tema, tratado
con una escritura estética. Para Oscar Rodríguez Ortiz, crítico
literario de sólida formación, más interesado en estudiar las
estructuras de las obras que sus contenidos anecdóticos, el ensayo
tiene poco que ver con el tema y más bien sería una toma de
conciencia de la propia escritura; desde este punto de vista Simón
Rodríguez sería un ensayista. Al respecto se anotan sólo algunas
referencias: Gonzalo Picón Febres, en su obra La literatura
venezolana del siglo diez y nueve (1909), se declara partidario del
realismo nativista y del evolucionismo. Luis López Méndez,
fallecido prematuramente, fue adalid de la revisión y crítica
positivista en su único libro: Mosaicos de política y literatura
(1890). Jesús Semprum fue respetado como la máxima autoridad crítica
en su tiempo. Lo fundamental de la obra crítica de Julio Planchart
está contenida en un solo volumen: Temas críticos (1948). Luis
Correa escribió con gracia e inteligencia sobre asuntos
relacionados con las bellas letras. César Zumeta, de brevísima
obra conocida, señala el paso de las valoraciones regionales al ámbito
de lo universal. Gil Fortoul abordó en tono modernista, de devaneos
líricos, diversos temas. Pedro Emilio Coll se reveló como un fino
cronista y ensayista. Arturo Uslar Pietri, también requerido por la
economía, ha cultivado esporádicamente el ensayo literario:
Hombres y letras de Venezuela lo atestigua. Rafael Angarita Arvelo,
en 1934, asentó cátedra con Historia y crítica de la novela
venezolana. Santiago Key Ayala, hombre de buena formación humanística,
elaboró a lo largo de su vida las series hemero-bibliográficas que
constan de unas 10.000 fichas sobre temas venezolanos, expuestos en
sus varios libros. La enseñanza, la bibliografía, la compilación,
la investigación deben mucho a humanistas extranjeros
nacionalizados o integrados a la vida del país hace años, como
Pedro Grases, Manuel Pérez Vila, Segundo Serrano Poncela, Juan
David García Bacca, Federico Riu, Agustín Millares Carlo, Edoardo
Crema y Ángel Rosenblat. Eduardo Arroyo Lameda dejó unos cuantos
ensayos valederos sobre temas literarios o psicológicos. Mario
Briceño Iragorry, escribió apasionadamente para reivindicar
nuestra heredad española que él convertía en escudo protector
ante la rapacidad anglosajona. Laureano Vallenilla Lanz, al
justificar la tesis del gendarme necesario, ahondó en sus 2 libros,
Cesarismo democrático y Disgregación e Integración, en la
realidad social venezolana, con penetración veraz aunque pesimista.
Pedro Manuel Arcaya llevó a cabo importantes investigaciones históricas.
Augusto Mijares, escribió una biografía de Bolívar excelente y
desarrolló un punto de vista contrario a la visión pesimista
sociológica. Entre los escritores del sesenta sobresalen José
Francisco Sucre y Ludovico Silva. El primero trata de interpretar
los fenómenos sociopolíticos de nuestro tiempo, la historia, desde
un punto de vista socialdemócrata. Silva escribe ensayos literarios
y filosóficos sobre Marx y el marxismo, inspirados en las
corrientes de revisión de Louis Althuser. Silva pretende rescatar
al pensamiento original de Marx, despojado de la praxis política
stalinista, condenar la ideología como pensamiento de poder y
afirmar un socialismo democrático.
En
el campo de la literatura se cuentan varios manuales útiles, como
los de Pedro Díaz Seijas (Historia y antología de la literatura
venezolana), y José Ramón Medina (80 años de literatura
venezolana). Han contribuido al estudio de la misma: Edoardo Crema,
Ulrich Leo, Felipe Massiani, Ángel Mancera Galletti, Luis Beltrán
Guerrero, Orlando Araujo, Mario Torrealba Lossi, Rafael Olivares
Figueroa, Pedro Pablo Barnola, Ramón Losada Aldana, Oswaldo Larrazábal,
Manuel Bermúdez, Augusto Germán Orihuela, Alexis Márquez Rodríguez,
especialista en el estudio de la obra de Alejo Carpentier, Oscar
Sambrano Urdaneta, Domingo Miliani, entre muchos otros. Elisa Lerner
ha escrito crónicas admirables en las que el ingenio y el
conocimiento juegan con los temas corrientes; cine, mitos de nuestra
época, condición femenina. Además, Elisa Lerner, de la generación
del sesenta, escribe teatro y la pieza, En la vasta soledad de
Manhattan, se impone fundamentalmente por la altísima calidad
literaria del texto.
Guillermo
Sucre y Francisco Rivera, pueden ser distinguidos como los mejores
ensayistas actuales sobre literatura. La erudición de Rivera nunca
pesa sobre sus lúcidos y equilibrados ensayos, abiertos a todas las
tendencias de nuestro tiempo. Sucre, en sus trabajos aborda la
literatura como una vivencia personal clarísima. Inscripciones
(1981) de Rivera recoge sólo una pequeña parte de su constante
creación crítica y ensayística. La máscara, la transparencia
(1975), Notas y estudios sobre la poesía latinoamericana y Borges,
el poeta (1967), dan la medida del estilo y de la escritura ensayística
de Guillermo Sucre cuyo lirismo se enciende y se atempera sin cesar,
en un ejercicio constante de lectura. La figura señera del ensayo,
es sin dejar lugar a dudas, Mariano Picón Salas, quien era un
historiador de la cultura, cuyos temas trataba con familiaridad y
erudición, pero también escribió novelas, biografías,
evocaciones de su infancia y cuentos. Si bien la novela se le
escapa, no así los cuentos, algunos de los cuales, como El
batracio, resultan fantásticos y sobrecogedores. Pero es su vasta
indagación ensayística y sus biografías excelentes, las que hacen
de él uno de los escritores más importantes de Venezuela. Un
ensayo como De la Conquista a la Independencia (1944), historia de
las ideas y de las formas culturales de América Hispana en los
siglos XVI, XVII y XVIII, o una biografía como Pedro Claver,
constituyen evocaciones vivas en las que la pluma se convierte en
pincel o carbón. De las páginas de esos libros surge la imagen de
una época, en los diversos componentes de la vida y de la cultura.
Su obra debe ser valorada no solamente como un brillante ejercicio
de estilo, sino también como afirmación permanente de humanismo,
de lucidez intelectual, de sentido de la historia, de pasión por
las ideas, de información literaria y de conocimiento
hispanoamericano. J.L.
Las
últimas décadas
A
partir del derrocamiento del régimen de Marcos Pérez Jiménez, el
23 de enero de 1958, se abre en la historia contemporánea de
Venezuela una nueva etapa. A lo largo de esos años toda la vida del
país ha sufrido una profunda transformación, en circunstancias que
conjugan muy diversas características. Unas veces el país ha sido
sacudido por la violencia, mientras otras el desarrollo de las
actividades se ha producido dentro de un proceso de evolución más
o menos pacífico. La década de 1960 estuvo signada, casi íntegramente,
por la violencia política, marco dentro del cual se produjo un
traumático enfrentamiento de las fuerzas armadas gubernamentales y
diversos grupos de guerrilleros urbanos y rurales de explícita
orientación marxista, empeñados en derrocar el gobierno, presidido
en primer lugar por Rómulo Betancourt, entre 1959 y 1964, y luego
por Raúl Leoni, entre 1964 y 1969, para instaurar un régimen
socialista, bajo la inspiración del establecido en Cuba a raíz del
triunfo de la Revolución Cubana, en 1959, y especialmente a partir
de 1961, al producirse la derrota, en Playa Girón, de la invasión
de exiliados cubanos propiciada por el gobierno estadounidense. En
este período, conocido dentro de la terminología política como el
de la «lucha armada», todo estuvo profundamente marcado por la
violencia, tanto la vida política, como las actividades de tipo
económico, social, cultural, y aun doméstico. En cada familia, de
modo directo o indirecto, repercutió de uno u otro modo ese estado
de violencia. La cultura, desde luego, se desarrolló durante esos años,
y aun mucho más acá, con ese sello indeleble. La educación se vio
fuertemente afectada, pues la presencia muy activa de los jóvenes
estudiantes liceístas y universitarios en la lucha insurreccional,
determinó un clima casi permanente de convulsión y de anarquía en
la mayoría de los liceos y universidades de todo el país. Ello
originó un enfrentamiento casi permanente entre las universidades y
otros planteles educativos, por una parte, y el gobierno por la
otra. Fueron frecuentes, en Caracas y en las principales poblaciones
del interior del país, los choques violentos entre estudiantes
universitarios y liceístas y las fuerzas policiales, muchas veces
con doloroso saldo de muertos y heridos, en ambas partes, agravado
en ciertos momentos por la intervención gubernamental en las
principales universidades, con mengua de la autonomía universitaria
consagrada en la legislación positiva venezolana. Consecuencia de
ello fue también la creación por el Ejecutivo Nacional de
numerosas universidades experimentales, al margen de la autonomía
establecida taxativa y muy ampliamente por la Ley de Universidades,
como una manera de asegurarse el gobierno un tipo de plantel
universitario que estuviese bajo el directo control gubernamental,
puesto que la designación de las autoridades de dichas
universidades experimentales era, y sigue siendo, competencia del
Ejecutivo Nacional, mientras que en las universidades autónomas esa
función es exclusiva del respectivo claustro universitario,
constituido por los profesores de escalafón, una amplia
representación estudiantil, equivalente a la cuarta parte del
claustro profesoral, y otra, mucho menor, de los egresados.
Por
otra parte, mucha de la producción literaria, y estética en
general, a partir de cierto momento refleja nítidamente el clima de
violencia que se vivía. En el arte se imponen diversas corrientes
de corte irreverente, y a veces francamente subversivo, no tanto en
la praxis política, sino más bien en el orden de las ideas, y en
cierto modo de los sentimientos. En la plástica, en la música, en
el teatro y el cine, en la literatura, impera un arte de denuncia y
de protesta política y social. En el ámbito literario se
desarrolla con mucho vigor una narrativa testimonial, en la que
algunos guerrilleros y ex guerrilleros, hombres y mujeres, cuentan
su propia experiencia, en textos que, aun teniendo contenidos
absolutamente veraces, son escritos con un lenguaje y un estilo de
los que no está ausente del todo una textura cuentística y/o
novelesca. Este arte de denuncia y testimonio no desaparece del todo
cuando, después de superada la década de 1960, la violencia política
va disminuyendo sensiblemente, con la derrota aplastante y
definitiva de las guerrillas, hasta su desaparición total, al menos
como problema nacional de importancia, pues aunque de vez en cuando
reaparecen pequeños focos guerrilleros en el medio rural, nunca más
han alcanzado un grado realmente perturbador, capaz de amenazar
seriamente la estabilidad gubernamental. Pero si bien ese arte, y
sobre todo esa literatura, no han desaparecido del todo, sí se han
transformado, para responder a una nueva realidad, aunque sin perder
su carácter de denuncia y protesta. Primero la literatura
testimonial reflejó la amargura de la derrota, no sólo con un dejo
de nostalgia, sino también con un cáustico sentido del balance,
que entrecruzó el contenido propiamente narrativo de la experiencia
vivida, con el análisis, casi siempre muy apasionado, de las causas
del fracaso. Luego, el nuevo enguerrillamiento, ahora ya no en el
campo de batalla, sino en el ámbito de las letras, también se fue
atemperando, con lo cual el texto escrito fue adquiriendo una mayor
intensidad literaria, aunque sin que el contenido social deje de
estar presente, sólo que más integrado con lo estético.
Igualmente, algunas corrientes dentro de esta tendencia realista han
apelado al elemento histórico, buscando en el pasado, tanto en el
nuestro como en el de otros lugares cercanos o lejanos, episodios
que, sin formar parte de la experiencia directa de los autores, les
permitían, no obstante, expresar y aun desahogar, sus ímpetus
ideológicos y ejercitar su sentido de la protesta y la denuncia, al
mismo tiempo que su vocación propiamente literaria tiene ocasión
de satisfacerse, en el tratamiento estético de la historia, hasta
convertirla en ficción, pero sin que pierda su carácter intrínsicamente
histórico. Al lado de estas literaturas ha crecido también otra más
subjetiva, más volcada hacia el mundo interior de los personajes,
que sin llegar a los extremos del evasionismo de la torre de marfil,
ha reinvindicado, en buena ley y con talento indiscutible, los
fueros del esteticismo.
El
patrocinio del Estado: Desde la instauración de la democracia, en
1936, al morir el general Juan Vicente Gómez, los gobiernos que se
han sucedido en Venezuela han manifestado un cierto interés por
ayudar al desarrollo de la cultura en todas sus manifestaciones,
desde determinadas instancias oficiales. Primero se creó, en 1936,
la Dirección de Cultura y Bellas Artes, dentro del entonces llamado
Ministerio de Educación Nacional. Este organismo desarrolló una
acción orientada a proteger y fomentar las diversas expresiones
culturales, tanto en el orden popular, como en las esferas más
cultivadas. Más tarde se creó, dentro del Ministerio del Trabajo y
Comunicaciones, el Instituto de Cultura y Recreación de los
Trabajadores (INCRET), destinado a fomentar el desarrollo de la
cultura y el aprovechamiento del tiempo libre por parte de los
trabajadores, tanto del sector oficial como del privado.
Posteriormente, en 1964, se creó el Instituto Nacional de Cultura y
Bellas Artes (INCIBA), que absorbió las funciones de la Dirección
de Cultura y Bellas Artes del Ministerio de Educación y del INCRET,
ampliándolas considerablemente, y asumió la importante tarea de
promover el desarrollo cultural, y de proteger las manifestaciones
artísticas en las diversas esferas de las sociedad venezolana y en
las variadas formas de su expresión cultural: las bellas artes (plástica,
música, danza, etc.), literatura, cine, folclor, etc.
Posteriormente, el INCIBA sufrió una importante reforma
estructural, surgiendo el Consejo Nacional de la Cultura (CONAC),
concebido en principio como un paso inicial para la creación del
Ministerio de la Cultura. Éste, de hecho, fue creado durante el
gobierno del presidente Luis Herrera Campins (1979-1984), pero bajo
la forma del un ministro de Estado, el cual actuó durante todo ese
período, aunque separadamente del CONAC. Al iniciarse el nuevo
gobierno, en 1984, se mantuvo el cargo de ministro de Estado, que
entonces asumió plenamente la dirección del CONAC, aunque
conservando éste su estructura institucional. Lo mismo ocurrió
bajo el gobierno siguiente, iniciado en 1980; sin embargo, a mitad
de este período presidencial se eliminó dicho ministro de Estado,
y se retornó al funcionamiento primigenio del CONAC como instituto
autónomo, dependiente de la administración central y adscrito al
Ministerio de la Secretaría de la Presidencia de la República, con
un presidente con rango de ministro, pero sin ninguna de las
prerrogativas de éste, y sin capacidad para asistir a las reuniones
del Consejo de Ministros, y por tanto sin las ventajas que, de poder
hacerlo, se derivarían para el cabal desempeño de las importantes
funciones del CONAC. Durante una actuación desigual, de frecuentes
altibajos en continuidad y eficacia, el CONAC ha logrado, sin
embargo, desarrollar una importante labor de estímulo y fomento de
la cultura en sus diversas formas de expresión. Instituciones de
muy diverso origen y variada significación, unas como entes
estructuralmente dependientes del CONAC, otras como agrupaciones
subsidiadas; son numerosos los ateneos, conjuntos musicales y de
danza, grupos teatrales, círculos literarios, organizaciones folclóricas,
e incluso personas dedicadas individualmente o en grupos al cultivo
del cine y otras actividades similares, que en Caracas y en el resto
del país han recibido la ayuda material y moral del CONAC, sin la
cual la mayoría de ellos, por no decir todos, difícilmente
hubiesen podido subsistir. Esta labor del CONAC se ha visto
entorpecida por la grave crisis económica que ha padecido el país
en los últimos años. Como ha ocurrido siempre, no sólo en
Venezuela sino en casi todo el mundo, cuando sobrevienen las crisis
económicas, a la hora de establecer las prioridades para la
repartición de los recursos financieros, cada vez más menguados,
la cultura no recibe una calificación prioritaria, y sólo debe
conformarse con las migajas que restan del reparto entre otros
organismos y actividades que sí logran una consideración
privilegiada. Aun así, entre dificultades financieras y de todo
tipo, el CONAC ha seguido realizando una actividad muy encomiable en
pro del desarrollo cultural del país.
Algunas
manifestaciones específicas: Otra importante creación en materia
cultural fue la fundación, en abril de 1968, de la editorial Monte
Ávila, empresa editora del Estado venezolano, que más tarde fue
reorganizada e internacionalizada con el nombre de Monte Ávila
Editores Latinoamericana C.A. Esta empresa ha realizado una ingente
labor, publicando varios miles de títulos de autores venezolanos y
de otros países, incluso traducciones de las principales lenguas
modernas. La producción de Monte Ávila se consume principalmente
en el país, pero buena parte de ella se exporta a diversos países,
especialmente de Europa y de Norte, Centro y Sur América. En
general, la industria editorial venezolana ha adquirido un cierto
auge en las últimas décadas. Además de Monte Ávila, todas las
universidades nacionales y privadas realizan una importante labor
editorial, y publican libros de todo tipo, que generalmente se
consumen en el mercado librero nacional, aunque ciertas
universidades exportan parte de sus ediciones. Hay igualmente varias
editoriales privadas, incluyendo sucursales o agencias de grandes
editoriales extranjeras, especialmente españolas, algunas con
capital parcialmente venezolano. Todas son empresas pequeñas, pero
varias de ellas muy activas y con una excelente producción.
También
el periodismo ha tenido un buen desarrollo a partir de 1958. Además
de los grandes diarios caraqueños de ya larga vida, como El
Universal (1909), Últimas Noticias (1942) y El Nacional (1943),
circulan en Caracas otros diarios de más reciente aparición. Todos
son periódicos modernos, que han adoptado las más recientes técnicas
de composición e impresión. En el interior del país el desarrollo
de la prensa diaria ha sido aún mayor, y además de importantes
diarios de larga trayectoria, como Panorama, de Maracaibo, El
Impulso, de Barquisimeto, El Carabobeño, de Valencia y El Luchador,
de Ciudad Bolívar, en todas esas mismas ciudades, y en muchas otras
como Maracay, Mérida, San Cristóbal, Barcelona, Acarigua, Barinas,
Guanare, Trujillo, Coro, Cumaná y otras, circulan también
importantes diarios hechos con esmero y profesionalismo por
periodistas venezolanos, casi todos con formación universitaria.
En
materia literaria es importante registrar que es cada vez mayor la
presencia de escritores venezolanos, que se ejercitan constantemente
en los diversos géneros literarios, especialmente la novela, el
cuento, la poesía y el ensayo de teoría y crítica literaria, y
también de temas sociales. En este hecho han influido, sin duda,
los estudios universitarios de literatura, orientados tanto a la
formación de docentes en la materia, como a la de investigadores y
estudiosos del hecho literario. Los estudios en este sentido no se
limitan a la formación de pregrado, que conduce a la licenciatura;
también se realizan en varias universidades cursos de postgrado, en
que se otorgan títulos de maestría y doctorado. De igual modo
funcionan talleres de literatura, en universidades y otras
instituciones, adonde hombres y mujeres, generalmente jóvenes con
vocación literaria, acuden a confrontar sus experiencias
incipientes en la escritura y a ejercitarse en los diversos géneros.
En el mismo renglón literario se registran también como hecho
importantes la creación y mantenimiento de 2 grandes galardones
internacionales, el Premio Internacional de Novela Rómulo Gallegos,
establecido por el gobierno venezolano en 1967, hoy bajo la
administración de la Fundación Centro de Estudios Latinoamericanos
Rómulo Gallegos (CELARG) y el Premio Internacional de Poesía J.A.
Pérez Bonalde, en 1992, instituido por la organización privada
Casa de la Poesía, con el auxilio financiero del CONAC y de algunas
instituciones privadas.
Igualmente
el teatro ha alcanzado también un gran auge. Han proliferado los
grupos teatrales, algunos ya definidos como estables y
profesionales. Paralelamente la dramaturgia ha alcanzado un nivel
cuantitativo y cualitativo importante. Todo ello ha recibido un
valioso impulso por la celebración de los grandes festivales
internacionales de teatro, motorizados fundamentalmente por el
Ateneo de Caracas, y con el decisivo auxilio financiero del Estado
venezolano a través del CONAC. Estos festivales han adquirido un
gran prestigio internacional, tanto por la cantidad de grupos de
numerosos países que concurren, prácticamente del mundo entero,
como por la alta calidad de sus presentaciones.
En
conclusión, puede decirse que en Venezuela la cultura ha tenido un
importante desarrollo en las últimas décadas, pese a las grandes
dificultades, en especial de orden financiero, con que se ha
tropezado en ése, como en otros campos. Tal desarrollo ha contado
con el auxilio en diversos aspectos, entre ellos el financiero, del
Estado venezolano, especialmente a través del CONAC, pero también
con la ayuda de algunos entes privados, generalmente vinculados a
grandes empresas industriales y bancarias, que sobre todo en los últimos
años, han comprendido la necesidad y conveniencia de aportar su
auxilio económico a las instituciones de carácter cultural.