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Idioma Castellano (Lengua castellana)

El descubrimiento, y sobre todo la exploración, conquista y colonización de Venezuela (como del resto de América) le formuló a la Corona española una serie de inesperados y difíciles problemas que abarcarían desde el entendimiento y convivencia de las diversas etnias, hasta los más complejos como serían el de la implantación de la unidad e identidad del imperio español en suelo americano, fundamentada en un doble vínculo: la misma lengua y la misma fe. Desde el momento de su llegada, Cristóbal Colón tuvo que enfrentarse a una realidad que trascendía todas las previsiones; todo era nuevo, y dentro de la novedad se imponía la necesidad de un entendimiento donde todo contacto oral era imposible. No había llegado a las tierras del Gran Kan, sino a un continente en el que, a medida que multiplicaba los contactos, se convencía de ir penetrando en una Babel lingüística, y de nada le sirvieron sus asesores versados en lenguas orientales; por esto, en la primera fase del contacto, asumen especial importancia los intérpretes indígenas, a quienes, arrancados de su medio, se les enseñaba el castellano para, posteriormente, servirse de ellos como poseedores de ambas lenguas. La latinización (o castellanización) de los indígenas observaría progresivamente 2 modalidades: una oficial y otra social. La primera, consagrada por las Nuevas ordenanzas de 13 de julio de 1573, diría: «…Los que hicieren descubrimientos por mar o tierra, no puedan traer ni traigan indio alguno de las tierras que descubrieren (...) so pena de muerte; excepto hasta tres o cuatro para lenguas, tratándolos bien y pagándoles su trabajo…» La segunda provendría de los sirvientes, los cuales, al aprender el español, se convertían automáticamente en intérpretes y maestros. Sin embargo, el factor decisivo de este proceso lingüístico lo constituye el mestizaje, hecho real en casi todos los niveles, con el que se instauraría el bilingüismo popular. Baste citar, como ejemplo significativo, a la indígena paraujana Isabel, esposa de Alonso de Ojeda, a quien siguió en todos sus viajes. Del lado hispano conviene señalar el aporte de los náufragos, cautivos, desertores, etc., quienes se «aindiaron» y aprendieron los respectivos idiomas. En este sentido también conviene resaltar el mestizaje social llevado a cabo por el contacto directo de los hijos de los españoles con los niños indígenas, hecho que coadyuvó a facilitar el mutuo entendimiento. No conocemos ningún documento importante que ilustre la realidad lingüística venezolana en la etapa del descubrimiento. Sin embargo, la lexicografía hispana se enriqueció con una serie de palabras como «canoa», «casabe», «ocumo», «sebucán», «maíz», «yuca», «papaya», etc., procedentes casi en su totalidad de las Antillas y del oriente de Venezuela. Con la conquista se abrieron nuevos horizontes y exigencias.
El imperio español en América, y por ende en Venezuela, surgía como una sociedad lingüística sumamente heterogénea en la que coexistían la lengua unitaria de los conquistadores y la gran variedad de idiomas de los conquistados. ¿Cómo enmembrar y crear la idea y el idioma de la unidad del imperio español?, y en segundo lugar: ¿cómo llegar, en la tarea evangelizadora, al alma de cada indígena de forma genuina y adecuada, si se desconocía su lengua y su cultura? Tales son los principales retos a los que se enfrentan el Estado y la Iglesia. Se puede afirmar que la «política lingüística» de la Corona española en América se rigió por los principios de Estado. En el mismo año de 1492 en el que se inicia la empresa americana, en España se producen 2 acontecimientos importantes: primero, la publicación por Antonio de Nebrija de la Gramática española (la primera escrita en Europa en «lengua romance»), acontecimiento que, en la formación de las nacionalidades, revive el poder potencial unificador de una lengua, como lo había sido en la antigüedad el latín. Segundo, la conquista de la ciudad de Granada por los Reyes Católicos, que plantea la conversión de los musulmanes que permanecen sometidos en España, mediante un dilema: o imponer el lenguaje de Castilla, o predicar la religión cristiana en árabe. Así pues, el hecho del polilingüismo en España y en el Nuevo Mundo y la conciencia unificadora (primero de nación y luego de imperio) constituyeron 2 factores latentes pero reales en el subconsciente del «Estado español».
Su implantación en Venezuela
La primera mitad del siglo XVI ofrece, al parecer, un panorama de ambivalencia entre la tendencia a imponer el castellano y la necesidad de comunicarse con los aborígenes en sus propias lenguas; de hecho, se trata de una época de concesiones, a veces contradictorias, otorgadas por la Corona ante el peso intelectual y moral de la Iglesia y de sus teólogos, por una parte, y debidas, por otra, a la fuerte religiosidad y concepción espiritualista que de la conquista tenían los monarcas hispanos. Las Leyes de Burgos (27.12.1512) concebían a la encomienda como la célula de cristianización, pues regulaban la concentración de los indígenas en torno a la Iglesia, así como la obligatoriedad de la asistencia, al menos una vez por semana, a las funciones litúrgicas. De igual modo, se proclama la necesidad de enseñar a leer y escribir en castellano y la docencia de la doctrina cristiana, a grupos de jóvenes indígenas, dirigidos por un mancebo aventajado que debía servir de monitor. Pero pronto las repercusiones históricas de esta concepción (o modo obligado de proceder) demostraron que la evangelización de América en ningún momento podía ser apostolado de laicos, sino de la Iglesia, la cual haría énfasis en la separación entre los indígenas y los españoles en las áreas misionales y profesaría como principio su preferencia por la enseñanza de la religión en las lenguas autóctonas. Hacia 1515, se podría señalar que la monarquía española adoptaba una toma de posición al decidir asimilar lingüísticamente a los aborígenes del Nuevo Mundo. Una confirmación la supondría el Plan de reforma del cardenal Francisco Jiménez de Cisneros (1516), en el que insiste en la necesidad de que a los niños, hijos de caciques y de indígenas principales, se les enseñe a leer y escribir y se les ejercite en la lengua de Castilla. Y, en esta secuencia, se sitúa la real cédula de 7 de junio de 1550 por la que se ordena que la enseñanza de los indígenas sea en castellano y se tenga a horas fijas. También la tendencia contraria goza de su respectiva normativa. El 24 de marzo de 1567, al confirmar el privilegio otorgado por el papa Pío V a los religiosos regulares (frailes, jesuitas, etc.), para administrar parroquias en Indias, la Corona aceptará con la condición de que «estos religiosos entiendan el idioma de los indios de aquellas partes». Existen muchos testimonios similares. El documento más trascendental de ese siglo pertenece al 7 de julio de 1596 y constituye la fórmula más idónea de enfrentar el delicado y complejo problema mediante el bilingüismo. Reza textualmente: «Habiéndose hecho particular examen sobre si aún en la más perfecta lengua de los indios se pueden explicar bien y con propiedad los misterios de nuestra Santa Fe Católica, se ha reconocido que no es posible sin cometer grandes disonancias e imperfecciones; y aunque están fundadas cátedras donde sean enseñados los sacerdotes que hubieren de doctrinar a los indios, no es remedio bastante por ser mucha la variedad de lenguas, y habiendo resuelto que convendría introducir la castellana, ordenamos que a los indios se les pongan maestros, que enseñen a los que voluntariamente la quisieren aprender, como les sea de menos molestia y sin costa; y ha parecido que esto podrían hacer bien los sacristanes». Previamente se habían instituido las cátedras de lengua indígena en las principales universidades, cuyo objetivo se circunscribía a la enseñanza de la lengua general de la región a los futuros párrocos de indios. En 1579 el virrey Francisco de Toledo creó en el Perú la cátedra de lengua indígena en la Universidad de San Marcos de Lima y establecía el principio de que el conocimiento de la lengua autóctona fuera condición sine qua non para la ordenación sacerdotal. Y el 23 de septiembre de 1580, el Rey establecía idéntica cátedra en la mayoría de las audiencias. Varias observaciones se imponen al analizar detenidamente todas estas disposiciones. Los motivos que las inspiraron fueron netamente espirituales y respondían en gran parte al llamado de la Iglesia americana. En el fondo demuestran el deseo eficaz de llegar al mayor número posible de indígenas mediante el uso de las «lenguas generales» de cada región, como náhuatl, otomí, muisca, quechua, aimará y otras. Verifican, además, la vigencia de una infraestructura administrativa traducida en la figura de los doctrineros, intérpretes, catedráticos de lenguas nativas por una parte y, por otra, la implantación de escuelas y maestros de castellano para los autóctonos. Mas, al descender de este cuadro general a la realidad histórica venezolana, se observa que en el mapa lingüístico de lo que es hoy el territorio nacional no existía una lengua general; que el esfuerzo diseñado por la universidad para las cátedras indígenas tenía que concretarse a la humildad a veces no menos efectiva de los conventos; que los «intérpretes oficiales» no parecen haber estado activos aquí, por lo menos según lo investigado hasta hoy. Sólo las escuelas y maestros fueron parte real de la historia venezolana. Ahora bien, el inicio de esta acción educativa estuvo condicionado por la fundación previa de ciudades y pueblos de españoles y por ende, a sus respectivas cronologías: Cubagua, Coro, Cumaná, Margarita, Maracaibo, El Tocuyo, Barquisimeto, Mérida, Trujillo, Valencia, Caracas, Santo Tomé de Guayana, Barcelona etc., y a los respectivos pueblos de misión. Con todo, tras la muerte de Felipe II, a fines del siglo XVI se iría imponiendo rápidamente la tesis estatista de los asesores reales y de los organismos indianos. El jurista indiano Juan de Solórzano Pereira (miembro del Consejo de Indias desde 1628) sostenía que si españoles e indios hablasen un solo idioma (el castellano), se conseguiría que los aborígenes americanos, decía Solórzano, «nos cobren más amor y voluntad, se estrechen más con nosotros: cosa que en sumo grado se consigue con la inteligencia y conformidad del idioma». Empero, no resultaba fácil llevar a la realidad tan difíciles exigencias.
Con el siglo XVII se inicia el estancamiento de los ideales planteados por Felipe II. Cuando el gobernador y vicepatrono regio de Caracas, Sancho de Alquiza, requirió del obispo fray Antonio de Alcega el cumplimiento de lo ordenado por aquel monarca, contestó el prelado que ya él había mandado traducir «las cuatro oraciones y mandamientos en la lengua natural de estos indios, lo que nunca se había hecho por ninguno de sus antecesores» y que cuando nombrase párrocos y doctrineros, le daría la preferencia a los que conocían lenguas indígenas. Pero, a pesar de esto, lo cierto es que Venezuela presenció en el siglo XVII un rápido proceso de aculturación cuyo resultado fue el progresivo olvido de las lenguas nativas y el correspondiente avance del castellano en grandes áreas geográficas. Fray Cesáreo de Armellada sintetiza el balance de aquel siglo como el decaimiento definitivo de las lenguas venezolanas en las zonas no misionales por «pereza y desestima de quienes debieran estudiarlas y complejo de inferioridad y negligencia de quienes debieran usarlas». Tal tendencia se acelera en el siglo XVIII; los motivos religiosos han pasado a un segundo plano y se impone el criterio de que mantener los idiomas nativos constituye un verdadero peligro político. La expulsión de los jesuitas de los dominios hispanos, la nueva política del conde de Aranda y las reformas de Carlos III, consagraron el genuino absolutismo, que exigió la unidad del idioma como medio de consolidación del poder del Estado y no concedió tregua a la tolerancia que había permitido la multiplicidad de lenguas en el imperio español por casi 3 siglos. De la real cédula expedida en Aranjuez el 10 de mayo de 1770 por Carlos III dirá Ángel Rosenblat: «El liberalismo, representado por Carlos III, era absolutista en materia de lengua. Que se extingan los diferentes idiomas y que sólo se hable castellano. Los ideales de la ilustración imponían a los indios, con todo rigor, las luces de la lengua española. Es el triunfo de los juristas contra los teólogos. Frente a la vieja actitud misionera, catequizadora, se abría paso a los imperativos políticos del Estado. Y se enunciaban como una aspiración de unidad: un peso, una medida, una moneda, una lengua». Bien es verdad que la tajante decisión real se apoya en la petición de algunos obispos «ilustrados» de las diócesis americanas.
Así se fueron acabando las cátedras de lenguas indígenas en las universidades del Nuevo Mundo, los doctrineros bilingües y otras instituciones lingüísticas semejantes. La política oficial en materia de idioma fue contundente en el sentido de presionar a todas las instituciones políticas, sociales, educativas, religiosas, etc., a la enseñanza única del castellano para crear «un cuerpo unido de Nación». Así permaneció la situación hasta los días de la Independencia. Las autoridades peninsulares mantuvieron su línea de intransigencia impartiendo órdenes taxativas para ultramar a fin de que en los conventos, en los Tribunales de justicia, y en todos los demás actos administrativos se hablara únicamente el castellano, como lo dispone una real cédula de 3 de octubre de 1803. Si el Estado representó, en términos generales, la «hispanización», la Iglesia, en términos principistas, asumió las rutas de la «americanización» e «indigenización».
La cristianización de América hay que verla en el trasfondo del fervor misional que arrebató a la cristiandad europea a fines del Medievo. Mas, en el caso español, esa actitud adoptará una connotación especial al sentirse como el pueblo elegido para la conquista espiritual del Nuevo Mundo. Si el historiador Francisco López de Gómara escribía que el descubrimiento de América constituía la hazaña mayor llevada a cabo por los hombres después de la creación del mundo, la religiosidad ibérica concebía y proyectaba la evangelización de las tierras colombinas como la empresa de mayor aliento que debía llevarse a cabo después de la predicación de los 12 apóstoles. Y no fueron ajenos los propios Reyes Católicos a esta concepción; en esencia, tomaron conciencia de que la fundamentación del derecho a la conquista de las Indias provenía del encargo específico encomendado por el papado al reino de Castilla. Esta empresa espiritual atrajo innumerables vocaciones sacerdotales que atravesaron el Atlántico para colaborar a la conversión de ese gran mundo pagano. De ahí que el problema de las lenguas nativas se erigiese rápidamente como uno de los pilares de la política indigenista de la Iglesia americana si quería ser fiel a la propagación del mensaje evangélico en un mundo tan complejo lingüísticamente como el continente recién descubierto. Hacia 1545, se hallaba establecida la primera estructura eclesiástica americana. Ya el primer Concilio limense (1552) impondrá el catecismo quechua como medio imprescindible y necesario para la evangelización. Incluso, el rito inicial del bautismo de los adultos imponía un período de catequesis que debía realizarse en lengua autóctona. El primer Concilio mexicano (1555) llega a normar no sólo la obligación de la enseñanza cristiana en «indio», sino que además llegará a fijar un lapso prudencial para que los párrocos aprendan la lengua respectiva, pues de lo contrario perderían su prebenda. Una fehaciente prueba de este vitalismo lo constituye el hecho de que, en el lapso comprendido entre 1524 y 1572 se publicaran en México 109 libros en lenguas indígenas (o bilingües). Todos los concilios posteriores llevados a cabo en el continente (con excepción de los últimos del siglo XVIII) reiterarán análogas ordenanzas. Paralelamente, se fue gestando la legislación de la Iglesia en Venezuela. Como se han perdido las actas del sínodo celebrado en Coro en 1574 bajo el pontificado de fray Pedro de Ágreda y las del convocado y llevado a cabo en Caracas en 1608 por fray Antonio de Alcega, desconocemos la normativa concreta decretada sobre el tema en Venezuela. Sin embargo, se conservan íntegras las actas del Concilio Dominicano (1622-1623) realizado en la isla de La Española y al que asistieron el arzobispo de Santo Domingo, los obispos de Venezuela, Puerto Rico y Cuba, y el abad mitrado de Jamaica. La sesión VI estuvo dedicada a los indígenas. En el capítulo VII, sección I, decretan: «Los párrocos, así seculares como regulares, aprendan el idioma de los indios y sean examinados del mismo antes de la colación de los beneficios. Y quienes lo ignoren, de ningún modo sean admitidos al cargo parroquial; porque entender y hablar dicho idioma es sumamente necesario para que los indios conozcan la ley evangélica y hagan progresos en la misma». Y en la sección III se lee: «Los párrocos tengan escuelas para niños. En las escuelas enséñenles a leer y escribir para que más fácilmente aprendan la doctrina cristiana y el idioma castellano; y facilítenles cartillas de abecedario, escritas a mano, para que no se vean obligados a comprarlas». Se emprendían, pues, 2 acciones paralelas y complementarias: por una parte, se evangelizaba a niños y adultos en sus propios idiomas, que los sacerdotes debían aprender; por otra parte, se iniciaba un proceso de catequización en castellano de los niños ya parcialmente aculturados, pues vivían en encomiendas, doctrinas o misiones, que, con la formación religiosa, recibían también el idioma del conquistador. Mas no siempre la realidad se adecuó a los deseos y aspiraciones de los legisladores. Como es natural, surgieron grandes polémicas que provenían de las dificultades reales que era necesario afrontar: una, como la multiplicidad de lenguas (11 para Caracas, 8 para Barquisimeto, 8 para El Tocuyo, 11 para Maracaibo, etc., de acuerdo con la contestación al formulario enviado por Felipe II en 1557), sin contar las que existían en las zonas misionales; otras, hijas de la pereza, como la tesis de que las lenguas de los indios no eran aptas para transmitir la doctrina cristiana sin errores. Para las zonas urbanas y suburbanas, la segunda mitad del siglo XVII es decisiva. El Sínodo de Caracas (1687) convocado por el obispo Diego de Baños y Sotomayor constituye el mejor índice de la penetración que había consumado el castellano en esas áreas sustituyendo a los idiomas nativos. El análisis del texto sinodal lleva a concluir que la valorización de las lenguas nativas ha sido postergada: «Ordenamos y mandamos a los Curas Doctrineros (...) que los muchachos y muchachas de doctrina y los demás indios e indias de su población y feligresía, cuando se congreguen a rezar, sea en el idioma castellano, en cuyo ejercicio han de poner mucho desvelo para que los indios sean políticos y con más facilidad sean entendidos de sus curas y de todos y puedan aprender a leer y escribir; y no por eso se excusen los curas doctrineros de aprender la lengua de los indios de sus pueblos para los casos que se pudieran ofrecer, y no prohíban a los indios que quisieran confesarse en su lengua, que lo hagan». Desconocemos ulteriores normas emanadas de las potestades eclesiásticas venezolanas.
Con Carlos III, como se ha dicho antes, se inicia el movimiento episcopal ilustrado en América y con él, se rompe la tradición secular del bilingüismo o polilingüismo, para darle la absoluta primacía al idioma oficial. Quizá la figura más representativa de esta corriente en América sea el obispo mexicano Francisco Antonio de Lorenzana. Una carta pastoral de este prelado (6.10.1769) se puede calificar como la versión eclesiástica ilustrada del regalismo oficial que imperaba en la Península. La historia cambia de signo y la Iglesia (el episcopado ilustrado) opta en este punto por la posición oficial en vez de seguir la línea autóctona. Entre otras cosas, Lorenzana argumenta que «no ha habido nación culta en el mundo, que cuando extendía sus conquistas, no procurasen hacer lo mismo con su lengua», y dice que el mantener las lenguas aborígenes constituye un capricho, separa a los indígenas de la conversación con los españoles e inficciona los dogmas de la fe católica; en definitiva, concluye, los primitivos habitantes de América no tienen derecho alguno a que se les mantengan sus lenguas. En esta tónica se cerrarán las decisiones de los últimos sínodos, como son el sexto Concilio Limense (1772) y el de la Plata (1774-1778). Al finalizar el período hispánico, ha triunfado en América, y por consiguiente en Venezuela, la tesis del predominio absoluto del idioma oficial, tanto en el ámbito civil como en el eclesiástico. Situación que se prolongará a lo largo del siglo XIX en la Venezuela independiente. J. Del R.F.
Evolución del castellano hasta la época actual
Pobladores venidos de todas las regiones de España, a partir del siglo XVI, ejercen su influencia en nuestro país. Pero debido a que ciertos rasgos de nuestro castellano se comparten con los de Andalucía, algunos lingüistas consideraron determinante la influencia andaluza en su formación. Otra corriente de lingüistas ha comprobado que, como vinieron por igual, castellanos y andaluces, la evolución de nuestra lengua corrió paralela a la de otras regiones hispanohablantes debido a tendencias inmanentes a la lengua misma, las cuales se reforzaron con la llegada permanente de la flota. Igualmente debe considerarse que casi toda Venezuela forma parte del área del Caribe, donde se desarrolló durante la Colonia una nivelación de los modos de hablar que se extendía a las islas Canarias y a los principales puertos andaluces, así como a las costas de este continente. En efecto, el castellano introducido por los conquistadores en el siglo XVI se encontraba en plena evolución y no tiene nada de extraño que no fuese trasladado de Andalucía a América, sino que se cumplieran los cambios paralelamente en ambas regiones. Durante el siglo XVIII, el castellano alcanza un dominio casi hegemónico en el país, sobre todo a partir de 1770 cuando, por medio de una real cédula de Aranjuez, se ordena la extinción de las diferentes lenguas indígenas «y que sólo se hable el castellano». En el siglo XIX, se homogeneizó el castellano en Venezuela, pues apenas quedaron pequeños grupos aislados de indígenas que mantuvieron sus lenguas. El Código Civil de 1862 establece que el castellano es el idioma oficial de Venezuela. La Academia Venezolana de la Lengua Correspondiente a la Española, fue fundada en 1883 y, al celebrarse su primer aniversario (1884), entre otras actividades, llevó a cabo una junta pública donde reconocieron los logros obtenidos por el académico José Antonio Calcaño respecto a la cabida en el Diccionario de la Lengua editado por la Academia en Madrid, de términos usados en Venezuela. Los escritores comenzaron entonces a incorporar a sus obras las modalidades del castellano en Venezuela, dotándolas de categoría literaria.
Desde la Independencia, se dio inicio al establecimiento de contactos con otros países hispanohablantes, los que se estrechan durante el siglo XX, principalmente a partir de 1950 con el mejoramiento de las vías y los medios de comunicación. Los intercambios lingüísticos con otros países, no sólo hispanohablantes, prestan al castellano hablado y escrito en Venezuela, cierta permeabilidad en cuanto a la adquisición de nuevos vocablos. Este carácter innovador ayuda también en la evolución de nuevos rasgos de pronunciación y conduce a un desarrollo peculiar de las formas. El habla popular y aun la norma impuesta por los más cultos, admiten ciertas particularidades que permiten considerar el castellano de Venezuela como un dialecto del español general. Este dialecto venezolano, a su vez, tiene varias modalidades: el oriental; el central, el llanero; el zuliano y el andino. Cada uno de éstos presenta rasgos de pronunciación y de entonación, así como usos morfosintácticos y léxicos que le son propios y que lo caracterizan frente a los demás. En forma parcial, estos rasgos se comparten con otras zonas de Hispanoamérica y con las islas Canarias. En el castellano de Venezuela sobreviven numerosos elementos léxicos que provienen del sustrato indígena y que se refieren a objetos, a plantas o a animales autóctonos y a la toponimia. También se usan cantidad de voces provenientes del inglés americano que se han arraigado en el habla corriente y, sobre todo, en los ámbitos técnicos. Aunque las voces de origen africano no son tan numerosas, las que perviven dotan al vocabulario venezolano de un matiz especial. Desde el punto de vista fonético y fonológico, en el castellano hablado en el país se observan los siguientes rasgos característicos: 1) no diferenciación de la s y z o c; 2) pronunciación de la s como dorsodental; 3) debilitación o pérdida de las consonantes intervocálicas; 4) sustitución de j por h aspirada; y 5) neutralización de los fonemas ll e y. En todo el país, menos en los Andes, la s final de sílaba se aspira o se pierde, y la r y la l finales de sílaba se neutralizan en la pronunciación relajada. En la región andina se mantienen la n alveolar final, mientras que en el resto del país se velariza. El rasgo morfológico más importante es la desaparición del pronombre de segunda persona del plural: vosotros, que se sustituye por ustedes y la pervivencia, en algunas zonas, particularmente en el Zulia, de ciertas formas de «voseo» en estilo informal y rural. Estos rasgos también se comparten con otras partes de Hispanoamérica. En el habla popular, el venezolano utiliza muchas expresiones pintorescas, variedad de giros, comparaciones ingeniosas y profusión de matices que se aprecian en la facultad y fertilidad de creación y recreación de nuevas formas de lenguaje. En 1983, con motivo del centenario de la creación de la Academia Venezolana de la Lengua, se publicó el primer tomo del Diccionario de venezolanismos que recoge muchas de estas voces y también giros que caracterizan el lenguaje hablado en Venezuela. En 1993 se publicaron 2 tomos más que completan la obra


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