Tradiciones
y Costumbres -
Idioma Castellano
(Lengua castellana)
El descubrimiento, y sobre todo la exploración, conquista y
colonización de Venezuela (como del resto de América) le formuló
a la Corona española una serie de inesperados y difíciles
problemas que abarcarían desde el entendimiento y convivencia de
las diversas etnias, hasta los más complejos como serían el de la
implantación de la unidad e identidad del imperio español en suelo
americano, fundamentada en un doble vínculo: la misma lengua y la
misma fe. Desde el momento de su llegada, Cristóbal Colón tuvo que
enfrentarse a una realidad que trascendía todas las previsiones;
todo era nuevo, y dentro de la novedad se imponía la necesidad de
un entendimiento donde todo contacto oral era imposible. No había
llegado a las tierras del Gran Kan, sino a un continente en el que,
a medida que multiplicaba los contactos, se convencía de ir
penetrando en una Babel lingüística, y de nada le sirvieron sus
asesores versados en lenguas orientales; por esto, en la primera
fase del contacto, asumen especial importancia los intérpretes
indígenas, a quienes, arrancados de su medio, se les enseñaba el
castellano para, posteriormente, servirse de ellos como poseedores
de ambas lenguas. La latinización (o castellanización) de los
indígenas observaría progresivamente 2 modalidades: una oficial y
otra social. La primera, consagrada por las Nuevas ordenanzas de 13
de julio de 1573, diría: «…Los que hicieren descubrimientos por
mar o tierra, no puedan traer ni traigan indio alguno de las tierras
que descubrieren (...) so pena de muerte; excepto hasta tres o
cuatro para lenguas, tratándolos bien y pagándoles su trabajo…»
La segunda provendría de los sirvientes, los cuales, al aprender el
español, se convertían automáticamente en intérpretes y
maestros. Sin embargo, el factor decisivo de este proceso
lingüístico lo constituye el mestizaje, hecho real en casi todos
los niveles, con el que se instauraría el bilingüismo popular.
Baste citar, como ejemplo significativo, a la indígena paraujana
Isabel, esposa de Alonso de Ojeda, a quien siguió en todos sus
viajes. Del lado hispano conviene señalar el aporte de los
náufragos, cautivos, desertores, etc., quienes se «aindiaron» y
aprendieron los respectivos idiomas. En este sentido también
conviene resaltar el mestizaje social llevado a cabo por el contacto
directo de los hijos de los españoles con los niños indígenas,
hecho que coadyuvó a facilitar el mutuo entendimiento. No conocemos
ningún documento importante que ilustre la realidad lingüística
venezolana en la etapa del descubrimiento. Sin embargo, la
lexicografía hispana se enriqueció con una serie de palabras como
«canoa», «casabe», «ocumo», «sebucán», «maíz», «yuca»,
«papaya», etc., procedentes casi en su totalidad de las Antillas y
del oriente de Venezuela. Con la conquista se abrieron nuevos
horizontes y exigencias.
El imperio español en América, y por ende en Venezuela, surgía
como una sociedad lingüística sumamente heterogénea en la que
coexistían la lengua unitaria de los conquistadores y la gran
variedad de idiomas de los conquistados. ¿Cómo enmembrar y crear
la idea y el idioma de la unidad del imperio español?, y en segundo
lugar: ¿cómo llegar, en la tarea evangelizadora, al alma de cada
indígena de forma genuina y adecuada, si se desconocía su lengua y
su cultura? Tales son los principales retos a los que se enfrentan
el Estado y la Iglesia. Se puede afirmar que la «política
lingüística» de la Corona española en América se rigió por los
principios de Estado. En el mismo año de 1492 en el que se inicia
la empresa americana, en España se producen 2 acontecimientos
importantes: primero, la publicación por Antonio de Nebrija de la
Gramática española (la primera escrita en Europa en «lengua
romance»), acontecimiento que, en la formación de las
nacionalidades, revive el poder potencial unificador de una lengua,
como lo había sido en la antigüedad el latín. Segundo, la
conquista de la ciudad de Granada por los Reyes Católicos, que
plantea la conversión de los musulmanes que permanecen sometidos en
España, mediante un dilema: o imponer el lenguaje de Castilla, o
predicar la religión cristiana en árabe. Así pues, el hecho del
polilingüismo en España y en el Nuevo Mundo y la conciencia
unificadora (primero de nación y luego de imperio) constituyeron 2
factores latentes pero reales en el subconsciente del «Estado
español».
Su implantación en Venezuela
La primera mitad del siglo XVI ofrece, al parecer, un panorama de
ambivalencia entre la tendencia a imponer el castellano y la
necesidad de comunicarse con los aborígenes en sus propias lenguas;
de hecho, se trata de una época de concesiones, a veces
contradictorias, otorgadas por la Corona ante el peso intelectual y
moral de la Iglesia y de sus teólogos, por una parte, y debidas,
por otra, a la fuerte religiosidad y concepción espiritualista que
de la conquista tenían los monarcas hispanos. Las Leyes de Burgos
(27.12.1512) concebían a la encomienda como la célula de
cristianización, pues regulaban la concentración de los indígenas
en torno a la Iglesia, así como la obligatoriedad de la asistencia,
al menos una vez por semana, a las funciones litúrgicas. De igual
modo, se proclama la necesidad de enseñar a leer y escribir en
castellano y la docencia de la doctrina cristiana, a grupos de
jóvenes indígenas, dirigidos por un mancebo aventajado que debía
servir de monitor. Pero pronto las repercusiones históricas de esta
concepción (o modo obligado de proceder) demostraron que la
evangelización de América en ningún momento podía ser apostolado
de laicos, sino de la Iglesia, la cual haría énfasis en la
separación entre los indígenas y los españoles en las áreas
misionales y profesaría como principio su preferencia por la
enseñanza de la religión en las lenguas autóctonas. Hacia 1515,
se podría señalar que la monarquía española adoptaba una toma de
posición al decidir asimilar lingüísticamente a los aborígenes
del Nuevo Mundo. Una confirmación la supondría el Plan de reforma
del cardenal Francisco Jiménez de Cisneros (1516), en el que
insiste en la necesidad de que a los niños, hijos de caciques y de
indígenas principales, se les enseñe a leer y escribir y se les
ejercite en la lengua de Castilla. Y, en esta secuencia, se sitúa
la real cédula de 7 de junio de 1550 por la que se ordena que la
enseñanza de los indígenas sea en castellano y se tenga a horas
fijas. También la tendencia contraria goza de su respectiva
normativa. El 24 de marzo de 1567, al confirmar el privilegio
otorgado por el papa Pío V a los religiosos regulares (frailes,
jesuitas, etc.), para administrar parroquias en Indias, la Corona
aceptará con la condición de que «estos religiosos entiendan el
idioma de los indios de aquellas partes». Existen muchos
testimonios similares. El documento más trascendental de ese siglo
pertenece al 7 de julio de 1596 y constituye la fórmula más
idónea de enfrentar el delicado y complejo problema mediante el
bilingüismo. Reza textualmente: «Habiéndose hecho particular
examen sobre si aún en la más perfecta lengua de los indios se
pueden explicar bien y con propiedad los misterios de nuestra Santa
Fe Católica, se ha reconocido que no es posible sin cometer grandes
disonancias e imperfecciones; y aunque están fundadas cátedras
donde sean enseñados los sacerdotes que hubieren de doctrinar a los
indios, no es remedio bastante por ser mucha la variedad de lenguas,
y habiendo resuelto que convendría introducir la castellana,
ordenamos que a los indios se les pongan maestros, que enseñen a
los que voluntariamente la quisieren aprender, como les sea de menos
molestia y sin costa; y ha parecido que esto podrían hacer bien los
sacristanes». Previamente se habían instituido las cátedras de
lengua indígena en las principales universidades, cuyo objetivo se
circunscribía a la enseñanza de la lengua general de la región a
los futuros párrocos de indios. En 1579 el virrey Francisco de
Toledo creó en el Perú la cátedra de lengua indígena en la
Universidad de San Marcos de Lima y establecía el principio de que
el conocimiento de la lengua autóctona fuera condición sine qua
non para la ordenación sacerdotal. Y el 23 de septiembre de 1580,
el Rey establecía idéntica cátedra en la mayoría de las
audiencias. Varias observaciones se imponen al analizar
detenidamente todas estas disposiciones. Los motivos que las
inspiraron fueron netamente espirituales y respondían en gran parte
al llamado de la Iglesia americana. En el fondo demuestran el deseo
eficaz de llegar al mayor número posible de indígenas mediante el
uso de las «lenguas generales» de cada región, como náhuatl,
otomí, muisca, quechua, aimará y otras. Verifican, además, la
vigencia de una infraestructura administrativa traducida en la
figura de los doctrineros, intérpretes, catedráticos de lenguas
nativas por una parte y, por otra, la implantación de escuelas y
maestros de castellano para los autóctonos. Mas, al descender de
este cuadro general a la realidad histórica venezolana, se observa
que en el mapa lingüístico de lo que es hoy el territorio nacional
no existía una lengua general; que el esfuerzo diseñado por la
universidad para las cátedras indígenas tenía que concretarse a
la humildad a veces no menos efectiva de los conventos; que los
«intérpretes oficiales» no parecen haber estado activos aquí,
por lo menos según lo investigado hasta hoy. Sólo las escuelas y
maestros fueron parte real de la historia venezolana. Ahora bien, el
inicio de esta acción educativa estuvo condicionado por la
fundación previa de ciudades y pueblos de españoles y por ende, a
sus respectivas cronologías: Cubagua, Coro, Cumaná, Margarita,
Maracaibo, El Tocuyo, Barquisimeto, Mérida, Trujillo, Valencia,
Caracas, Santo Tomé de Guayana, Barcelona etc., y a los respectivos
pueblos de misión. Con todo, tras la muerte de Felipe II, a fines
del siglo XVI se iría imponiendo rápidamente la tesis estatista de
los asesores reales y de los organismos indianos. El jurista indiano
Juan de Solórzano Pereira (miembro del Consejo de Indias desde
1628) sostenía que si españoles e indios hablasen un solo idioma
(el castellano), se conseguiría que los aborígenes americanos,
decía Solórzano, «nos cobren más amor y voluntad, se estrechen
más con nosotros: cosa que en sumo grado se consigue con la
inteligencia y conformidad del idioma». Empero, no resultaba fácil
llevar a la realidad tan difíciles exigencias.
Con el siglo XVII se inicia el estancamiento de los ideales
planteados por Felipe II. Cuando el gobernador y vicepatrono regio
de Caracas, Sancho de Alquiza, requirió del obispo fray Antonio de
Alcega el cumplimiento de lo ordenado por aquel monarca, contestó
el prelado que ya él había mandado traducir «las cuatro oraciones
y mandamientos en la lengua natural de estos indios, lo que nunca se
había hecho por ninguno de sus antecesores» y que cuando nombrase
párrocos y doctrineros, le daría la preferencia a los que
conocían lenguas indígenas. Pero, a pesar de esto, lo cierto es
que Venezuela presenció en el siglo XVII un rápido proceso de
aculturación cuyo resultado fue el progresivo olvido de las lenguas
nativas y el correspondiente avance del castellano en grandes áreas
geográficas. Fray Cesáreo de Armellada sintetiza el balance de
aquel siglo como el decaimiento definitivo de las lenguas
venezolanas en las zonas no misionales por «pereza y desestima de
quienes debieran estudiarlas y complejo de inferioridad y
negligencia de quienes debieran usarlas». Tal tendencia se acelera
en el siglo XVIII; los motivos religiosos han pasado a un segundo
plano y se impone el criterio de que mantener los idiomas nativos
constituye un verdadero peligro político. La expulsión de los
jesuitas de los dominios hispanos, la nueva política del conde de
Aranda y las reformas de Carlos III, consagraron el genuino
absolutismo, que exigió la unidad del idioma como medio de
consolidación del poder del Estado y no concedió tregua a la
tolerancia que había permitido la multiplicidad de lenguas en el
imperio español por casi 3 siglos. De la real cédula expedida en
Aranjuez el 10 de mayo de 1770 por Carlos III dirá Ángel
Rosenblat: «El liberalismo, representado por Carlos III, era
absolutista en materia de lengua. Que se extingan los diferentes
idiomas y que sólo se hable castellano. Los ideales de la
ilustración imponían a los indios, con todo rigor, las luces de la
lengua española. Es el triunfo de los juristas contra los
teólogos. Frente a la vieja actitud misionera, catequizadora, se
abría paso a los imperativos políticos del Estado. Y se enunciaban
como una aspiración de unidad: un peso, una medida, una moneda, una
lengua». Bien es verdad que la tajante decisión real se apoya en
la petición de algunos obispos «ilustrados» de las diócesis
americanas.
Así se fueron acabando las cátedras de lenguas indígenas en las
universidades del Nuevo Mundo, los doctrineros bilingües y otras
instituciones lingüísticas semejantes. La política oficial en
materia de idioma fue contundente en el sentido de presionar a todas
las instituciones políticas, sociales, educativas, religiosas,
etc., a la enseñanza única del castellano para crear «un cuerpo
unido de Nación». Así permaneció la situación hasta los días
de la Independencia. Las autoridades peninsulares mantuvieron su
línea de intransigencia impartiendo órdenes taxativas para
ultramar a fin de que en los conventos, en los Tribunales de
justicia, y en todos los demás actos administrativos se hablara
únicamente el castellano, como lo dispone una real cédula de 3 de
octubre de 1803. Si el Estado representó, en términos generales,
la «hispanización», la Iglesia, en términos principistas,
asumió las rutas de la «americanización» e «indigenización».
La cristianización de América hay que verla en el trasfondo del
fervor misional que arrebató a la cristiandad europea a fines del
Medievo. Mas, en el caso español, esa actitud adoptará una
connotación especial al sentirse como el pueblo elegido para la
conquista espiritual del Nuevo Mundo. Si el historiador Francisco
López de Gómara escribía que el descubrimiento de América
constituía la hazaña mayor llevada a cabo por los hombres después
de la creación del mundo, la religiosidad ibérica concebía y
proyectaba la evangelización de las tierras colombinas como la
empresa de mayor aliento que debía llevarse a cabo después de la
predicación de los 12 apóstoles. Y no fueron ajenos los propios
Reyes Católicos a esta concepción; en esencia, tomaron conciencia
de que la fundamentación del derecho a la conquista de las Indias
provenía del encargo específico encomendado por el papado al reino
de Castilla. Esta empresa espiritual atrajo innumerables vocaciones
sacerdotales que atravesaron el Atlántico para colaborar a la
conversión de ese gran mundo pagano. De ahí que el problema de las
lenguas nativas se erigiese rápidamente como uno de los pilares de
la política indigenista de la Iglesia americana si quería ser fiel
a la propagación del mensaje evangélico en un mundo tan complejo
lingüísticamente como el continente recién descubierto. Hacia
1545, se hallaba establecida la primera estructura eclesiástica
americana. Ya el primer Concilio limense (1552) impondrá el
catecismo quechua como medio imprescindible y necesario para la
evangelización. Incluso, el rito inicial del bautismo de los
adultos imponía un período de catequesis que debía realizarse en
lengua autóctona. El primer Concilio mexicano (1555) llega a normar
no sólo la obligación de la enseñanza cristiana en «indio»,
sino que además llegará a fijar un lapso prudencial para que los
párrocos aprendan la lengua respectiva, pues de lo contrario
perderían su prebenda. Una fehaciente prueba de este vitalismo lo
constituye el hecho de que, en el lapso comprendido entre 1524 y
1572 se publicaran en México 109 libros en lenguas indígenas (o
bilingües). Todos los concilios posteriores llevados a cabo en el
continente (con excepción de los últimos del siglo XVIII)
reiterarán análogas ordenanzas. Paralelamente, se fue gestando la
legislación de la Iglesia en Venezuela. Como se han perdido las
actas del sínodo celebrado en Coro en 1574 bajo el pontificado de
fray Pedro de Ágreda y las del convocado y llevado a cabo en
Caracas en 1608 por fray Antonio de Alcega, desconocemos la
normativa concreta decretada sobre el tema en Venezuela. Sin
embargo, se conservan íntegras las actas del Concilio Dominicano
(1622-1623) realizado en la isla de La Española y al que asistieron
el arzobispo de Santo Domingo, los obispos de Venezuela, Puerto Rico
y Cuba, y el abad mitrado de Jamaica. La sesión VI estuvo dedicada
a los indígenas. En el capítulo VII, sección I, decretan: «Los
párrocos, así seculares como regulares, aprendan el idioma de los
indios y sean examinados del mismo antes de la colación de los
beneficios. Y quienes lo ignoren, de ningún modo sean admitidos al
cargo parroquial; porque entender y hablar dicho idioma es sumamente
necesario para que los indios conozcan la ley evangélica y hagan
progresos en la misma». Y en la sección III se lee: «Los
párrocos tengan escuelas para niños. En las escuelas enséñenles
a leer y escribir para que más fácilmente aprendan la doctrina
cristiana y el idioma castellano; y facilítenles cartillas de
abecedario, escritas a mano, para que no se vean obligados a
comprarlas». Se emprendían, pues, 2 acciones paralelas y
complementarias: por una parte, se evangelizaba a niños y adultos
en sus propios idiomas, que los sacerdotes debían aprender; por
otra parte, se iniciaba un proceso de catequización en castellano
de los niños ya parcialmente aculturados, pues vivían en
encomiendas, doctrinas o misiones, que, con la formación religiosa,
recibían también el idioma del conquistador. Mas no siempre la
realidad se adecuó a los deseos y aspiraciones de los legisladores.
Como es natural, surgieron grandes polémicas que provenían de las
dificultades reales que era necesario afrontar: una, como la
multiplicidad de lenguas (11 para Caracas, 8 para Barquisimeto, 8
para El Tocuyo, 11 para Maracaibo, etc., de acuerdo con la
contestación al formulario enviado por Felipe II en 1557), sin
contar las que existían en las zonas misionales; otras, hijas de la
pereza, como la tesis de que las lenguas de los indios no eran aptas
para transmitir la doctrina cristiana sin errores. Para las zonas
urbanas y suburbanas, la segunda mitad del siglo XVII es decisiva.
El Sínodo de Caracas (1687) convocado por el obispo Diego de Baños
y Sotomayor constituye el mejor índice de la penetración que
había consumado el castellano en esas áreas sustituyendo a los
idiomas nativos. El análisis del texto sinodal lleva a concluir que
la valorización de las lenguas nativas ha sido postergada:
«Ordenamos y mandamos a los Curas Doctrineros (...) que los
muchachos y muchachas de doctrina y los demás indios e indias de su
población y feligresía, cuando se congreguen a rezar, sea en el
idioma castellano, en cuyo ejercicio han de poner mucho desvelo para
que los indios sean políticos y con más facilidad sean entendidos
de sus curas y de todos y puedan aprender a leer y escribir; y no
por eso se excusen los curas doctrineros de aprender la lengua de
los indios de sus pueblos para los casos que se pudieran ofrecer, y
no prohíban a los indios que quisieran confesarse en su lengua, que
lo hagan». Desconocemos ulteriores normas emanadas de las
potestades eclesiásticas venezolanas.
Con Carlos III, como se ha dicho antes, se inicia el movimiento
episcopal ilustrado en América y con él, se rompe la tradición
secular del bilingüismo o polilingüismo, para darle la absoluta
primacía al idioma oficial. Quizá la figura más representativa de
esta corriente en América sea el obispo mexicano Francisco Antonio
de Lorenzana. Una carta pastoral de este prelado (6.10.1769) se
puede calificar como la versión eclesiástica ilustrada del
regalismo oficial que imperaba en la Península. La historia cambia
de signo y la Iglesia (el episcopado ilustrado) opta en este punto
por la posición oficial en vez de seguir la línea autóctona.
Entre otras cosas, Lorenzana argumenta que «no ha habido nación
culta en el mundo, que cuando extendía sus conquistas, no
procurasen hacer lo mismo con su lengua», y dice que el mantener
las lenguas aborígenes constituye un capricho, separa a los
indígenas de la conversación con los españoles e inficciona los
dogmas de la fe católica; en definitiva, concluye, los primitivos
habitantes de América no tienen derecho alguno a que se les
mantengan sus lenguas. En esta tónica se cerrarán las decisiones
de los últimos sínodos, como son el sexto Concilio Limense (1772)
y el de la Plata (1774-1778). Al finalizar el período hispánico,
ha triunfado en América, y por consiguiente en Venezuela, la tesis
del predominio absoluto del idioma oficial, tanto en el ámbito
civil como en el eclesiástico. Situación que se prolongará a lo
largo del siglo XIX en la Venezuela independiente. J. Del R.F.
Evolución del castellano hasta la época actual
Pobladores venidos de todas las regiones de España, a partir del
siglo XVI, ejercen su influencia en nuestro país. Pero debido a que
ciertos rasgos de nuestro castellano se comparten con los de
Andalucía, algunos lingüistas consideraron determinante la
influencia andaluza en su formación. Otra corriente de lingüistas
ha comprobado que, como vinieron por igual, castellanos y andaluces,
la evolución de nuestra lengua corrió paralela a la de otras
regiones hispanohablantes debido a tendencias inmanentes a la lengua
misma, las cuales se reforzaron con la llegada permanente de la
flota. Igualmente debe considerarse que casi toda Venezuela forma
parte del área del Caribe, donde se desarrolló durante la Colonia
una nivelación de los modos de hablar que se extendía a las islas
Canarias y a los principales puertos andaluces, así como a las
costas de este continente. En efecto, el castellano introducido por
los conquistadores en el siglo XVI se encontraba en plena evolución
y no tiene nada de extraño que no fuese trasladado de Andalucía a
América, sino que se cumplieran los cambios paralelamente en ambas
regiones. Durante el siglo XVIII, el castellano alcanza un dominio
casi hegemónico en el país, sobre todo a partir de 1770 cuando,
por medio de una real cédula de Aranjuez, se ordena la extinción
de las diferentes lenguas indígenas «y que sólo se hable el
castellano». En el siglo XIX, se homogeneizó el castellano en
Venezuela, pues apenas quedaron pequeños grupos aislados de
indígenas que mantuvieron sus lenguas. El Código Civil de 1862
establece que el castellano es el idioma oficial de Venezuela. La
Academia Venezolana de la Lengua Correspondiente a la Española, fue
fundada en 1883 y, al celebrarse su primer aniversario (1884), entre
otras actividades, llevó a cabo una junta pública donde
reconocieron los logros obtenidos por el académico José Antonio
Calcaño respecto a la cabida en el Diccionario de la Lengua editado
por la Academia en Madrid, de términos usados en Venezuela. Los
escritores comenzaron entonces a incorporar a sus obras las
modalidades del castellano en Venezuela, dotándolas de categoría
literaria.
Desde la Independencia, se dio inicio al establecimiento de
contactos con otros países hispanohablantes, los que se estrechan
durante el siglo XX, principalmente a partir de 1950 con el
mejoramiento de las vías y los medios de comunicación. Los
intercambios lingüísticos con otros países, no sólo
hispanohablantes, prestan al castellano hablado y escrito en
Venezuela, cierta permeabilidad en cuanto a la adquisición de
nuevos vocablos. Este carácter innovador ayuda también en la
evolución de nuevos rasgos de pronunciación y conduce a un
desarrollo peculiar de las formas. El habla popular y aun la norma
impuesta por los más cultos, admiten ciertas particularidades que
permiten considerar el castellano de Venezuela como un dialecto del
español general. Este dialecto venezolano, a su vez, tiene varias
modalidades: el oriental; el central, el llanero; el zuliano y el
andino. Cada uno de éstos presenta rasgos de pronunciación y de
entonación, así como usos morfosintácticos y léxicos que le son
propios y que lo caracterizan frente a los demás. En forma parcial,
estos rasgos se comparten con otras zonas de Hispanoamérica y con
las islas Canarias. En el castellano de Venezuela sobreviven
numerosos elementos léxicos que provienen del sustrato indígena y
que se refieren a objetos, a plantas o a animales autóctonos y a la
toponimia. También se usan cantidad de voces provenientes del
inglés americano que se han arraigado en el habla corriente y,
sobre todo, en los ámbitos técnicos. Aunque las voces de origen
africano no son tan numerosas, las que perviven dotan al vocabulario
venezolano de un matiz especial. Desde el punto de vista fonético y
fonológico, en el castellano hablado en el país se observan los
siguientes rasgos característicos: 1) no diferenciación de la s y
z o c; 2) pronunciación de la s como dorsodental; 3) debilitación
o pérdida de las consonantes intervocálicas; 4) sustitución de j
por h aspirada; y 5) neutralización de los fonemas ll e y. En todo
el país, menos en los Andes, la s final de sílaba se aspira o se
pierde, y la r y la l finales de sílaba se neutralizan en la
pronunciación relajada. En la región andina se mantienen la n
alveolar final, mientras que en el resto del país se velariza. El
rasgo morfológico más importante es la desaparición del pronombre
de segunda persona del plural: vosotros, que se sustituye por
ustedes y la pervivencia, en algunas zonas, particularmente en el
Zulia, de ciertas formas de «voseo» en estilo informal y rural.
Estos rasgos también se comparten con otras partes de
Hispanoamérica. En el habla popular, el venezolano utiliza muchas
expresiones pintorescas, variedad de giros, comparaciones ingeniosas
y profusión de matices que se aprecian en la facultad y fertilidad
de creación y recreación de nuevas formas de lenguaje. En 1983,
con motivo del centenario de la creación de la Academia Venezolana
de la Lengua, se publicó el primer tomo del Diccionario de
venezolanismos que recoge muchas de estas voces y también giros que
caracterizan el lenguaje hablado en Venezuela. En 1993 se publicaron
2 tomos más que completan la obra
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